«La Voz de San Justo», domingo 12 de julio de 2020

“Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa. Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: «El sembrador salió a sembrar…»” (Mt 13, 1-3).
Es bueno que, en esta hora aciaga, Jesús salga de la casa, se siente a orillas del mar (¡qué imagen!) y vuelva a hablarnos en parábolas. ¡Cómo lo necesitamos!
Es que la parábola nos invita a mirar hondo y lejos. La realidad no es eso que solemos llamar “realidad”. La hemos reducido a lo que vemos o sentimos. Pero cuando Jesús habla, sus palabras van descubriendo dimensiones nuevas de las cosas.
Habla de un sembrador y sus semillas; de una mujer, su masa y la levadura; de un árbol que crece a partir de una pequeña semilla, de una red que recoge peces de todo tipo. Seguirá hablando en parábolas, contándonos de eso que él llama: el “Reinado de Dios”, una expresión que le ha quedado dando vueltas por el corazón desde que aprendió a cantar con los salmos: “Digan entre las naciones: «¡el Señor reina! El mundo está firme y no vacilará” (Salmo 96, 10).
Solo que, en Jesús, esa apelación al poder real de Dios se transforma radicalmente. Y es lo que, una y otra vez, intenta decir con las parábolas: ese poder no es el de un déspota autoritario, sino el de un Padre con entrañas de madre. Es el poder que está en el origen de todo, que acompaña a cada ser humano y acaricia todas las heridas. Es amor y compasión, misericordia y perdón.
Esa es la semilla que el sembrador esparce por tierra, casi haciendo alarde de despreocupación. El sembrador siembra siempre, con generosidad, sin dejarse intimidar por lo agreste del terreno. Sabe del poder de su semilla, pero también de lo que es capaz de hacer cuando encuentra un poquito de tierra buena.
Notemos de paso que Jesús echa manos más asiduamente de las parábolas cuando constata la hostilidad de algunos y la indefinición de otros frente a su mensaje. No se resigna. Menos aún se queda mascullando bronca. Su decisión de hacer oír esta “buena noticia” se hace más intensa y hasta tozuda.
Su última parábola será el mismo. La pronunciará más con el cuerpo crucificado que con palabras.
Para escucharla, tenemos que abrir ahora el evangelio de Juan. Allí encontramos la misma imagen, pero más directa y fuerte: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 23-24).
Parábola que dice la realidad más alta: Dios está ahí, muriendo por nosotros. Redimiendo al mundo.
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