Misa por la Patria

Homilía en la catedral de San Francisco, 25 de mayo de 2020

“Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que ustedes se dispersarán cada uno por su lado, y me dejarán solo. Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo.” (Jn 16, 32).

Las palabras de Jesús impresionan. Pero, mucho más, la realidad a la que nos introducen.

Jesús está entrando en la Pasión. Está volviendo al Padre. Está en situación de Pascua.

Lo hemos contemplado en la Semana Santa: en pocas horas, quedará solo, despojado de todo. Primero en Getsemaní, luego en el juicio de vértigo en el que se suceden el Sanedrín y Pilato, dramáticamente en la cruz y, finalmente, en la fría piedra de un sepulcro nuevo.

Sin embargo, en estas palabras, el Señor fija su mirada en los discípulos. Parece no pensar en su despojo, sino en la disgregación del rebaño.

Es el misterio del pecado: seduce para deshumanizar, deshumaniza disgregando y dispersando.

En cambio, Él mismo entrará en una comunión nueva con el Padre: “no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo”.

La cruz es la hora del amor hasta el fin. Es la forma que tiene la entrega de la propia vida, por amor, incluso más: por gratitud.

La Cruz es acción de gracias y alianza, comunión y vida compartida.

El Espíritu Santo va tejiendo los hilos de esa trama que une al Padre y al Hijo en el despojo de la cruz.

Es como el viento: sopla donde quiere y, obrando así, genera vida, alianza y comunión.

También nosotros podemos -y debemos- decir: “No. No estamos solos. Caminamos hacia el Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo. Somos familia, pueblo, fraternidad. Somos tierra, hogar, casa común y trabajo, ilusiones y esperanzas… Somos Patria”

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Nos hemos reunido para orar por nuestra Patria Argentina. Orar por ella es un precioso y dulce deber.

Sigue siendo verdadero -a pesar de las objeciones- que la “Patria” es la “tierra de los padres”.

La tierra es importante. No lo ponemos en duda. Hoy nos sentimos urgidos a tratarla con respeto, a admirar la riqueza de vida que el Creador despliega en ella, a cuidarla y a cultivarla con delicadeza.

La tierra es así un signo precioso del amor que nos precede, nos envuelve y siempre nos espera: el de Dios, creador y providente; pero también, el de todos aquellos que nos han precedido, preparando el jardín de la vida, para que también nosotros echemos raíces, crezcamos y demos fruto abundante.  La Patria es así camino compartido por hombres y mujeres de distintas generaciones.

Viene de lejos, nos compromete en el presente y nos abre hacia un horizonte infinito que alcanza al cielo: la Patria celestial de toda la humanidad.

Es un espacio abierto por corazones generosos que, antes que pensar obsesivamente en sí mismos, fueron intrépidos a la hora de amar entregando la vida, abriendo surcos, sembrando para el futuro, aceptando renuncias porque las nuevas generaciones se anunciaban pujantes y vigorosas.

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“El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad”, enseña solemne el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2239).

Es verdad que, en ocasiones, personas de corazón grande, al cabo de una vida de renuncias y entregas, han sentido el aguijón de la desilusión. “¡Ay, patria mía!”, fueron las últimas palabras del padre de la Patria, Manuel Belgrano.

Cualquier forma de servicio público, tarde o temprano, se confronta con la mezquindad humana.

La Iglesia lo sabe. Por eso no apuesta por un optimismo ingenuo. Cada palabra y gesto de Jesús demuestran un sano realismo, que viene del corazón mismo de Dios.

Ese realismo es el que nos abre los ojos y nos invita, de manera especial en una fecha como la de hoy, a mirar la Patria con gratitud y a perseverar en el servicio al bien común.

¿Por qué gratitud? ¿Es verdaderamente realista semejante actitud?

Sí, lo es. Basta echar un vistazo a lo que vivimos en estos extraños días que, sin ninguna experiencia o preparación, nos han enfrentado a decisiones difíciles.

Hemos visto emerger, a pesar de dudas, reclamos justos y muchos interrogantes, una voluntad firme de cuidar la vida, de potenciar solidaridad y de apostar por el futuro, a sabiendas de lo duro del camino que se emprendía.

Esa pasión por el bien común no se improvisa. Viene de lejos. Está en los genes de una historia compartida en la que, en situaciones similares, tanto o más desafiantes, hombres y mujeres comunes han tenido que asumir riesgos también similares, tomando decisiones, jugándose por la vida y el futuro, pensando en los hijos y en los más vulnerables.

Damos gracias por esta experiencia. Una gratitud que nos compromete y responsabiliza a todos. De un modo a los ciudadanos de a pie; de otro, a las fuerzas vivas y organizaciones que dinamizan nuestra sociedad; de otra, a quienes somos dirigentes, de manera especial, a quienes componen la comunidad política.

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La Patria no es el estado. Menos aún un gobierno. Menos todavía, un partido o movimiento político, por mayoritario que sea.

La Patria es la tierra de los padres, y de todos sus hijos e hijas. Sin exclusiones, discriminaciones o sesgos interesados.

Es más, solo podemos hablar de Patria si tenemos las puertas de nuestra mente y de nuestro corazón bien abiertas a todos los pueblos de la tierra. En esta hora, la unidad del entero género humano, de los pueblos, culturas y naciones, se nos impone con una evidencia difícil de cuestionar.

El estado, el gobierno y toda la comunidad política están al servicio del pueblo, de la sociedad libre compuesta por hombres y mujeres libres. Hasta podemos decir que su misión es cuidar y hacer posible esa libertad, para que cada persona, familia y agrupación busque el bien común con elección deliberada y adulta.

El alma de la Patria es ese “orden de la caridad”, que nos lleva a buscar el bien de todos, a alimentar la vida virtuosa de las familias y de los ciudadanos, fundada en la verdad y en el compromiso cotidiano con toda forma de bien y de justicia.

Hablar de la Patria es apelar a la amistad social y a la reconciliación que pacifican los corazones, y liberan las fuerzas del pueblo para el bien común.

Argentina ha caminado intensamente estos doscientos diez años. Llevamos en nuestra memoria, en nuestras ideas, en nuestra conciencia e incluso en nuestros cuerpos, los signos de ese fatigoso camino.

Nos queda todavía mucho trecho por recorrer. No terminamos de madurar un proyecto común de país; una síntesis de miradas, sensibilidades y búsquedas que han aprendido a convivir en el respeto, el diálogo y el consenso.

¿Será esta emergencia sanitaria una oportunidad para hacerlo?

Que la gratitud se transforme en responsabilidad, pues el futuro se anuncia como una tarea ímproba de reconstrucción, de cuidado y de solidaridad.

Oremos por nuestra Patria.

Dios no dejará de asistirnos, toda vez que abramos a su benevolencia nuestros corazones vacilantes.

Amén.