Solemnidad de la Virgen del Rosario de Fátima – Fiesta Patronal Diocesana 2020
María cuida el corazón discipular de la Iglesia. Cuida los corazones de cada uno de nosotros, hombres y mujeres que nos reconocemos discípulos de su Hijo.
Y lo hace con ese estilo divino que atraviesa la entera historia de salvación: a mayor fragilidad humana, más intensa cercanía, delicadeza y cuidado de Dios.
De la misma manera, María cuida la vida y los corazones. Procura que permanezcan dóciles a la acción del Espíritu, abiertos a la Palabra: a escucharla, obedecerla y ponerla en práctica. Como hizo ella.
María vela sobre la Iglesia para que sea fiel al don de Dios, anunciado por el profeta: “Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne.” (Ez 36, 26).
Como Iglesia diocesana de San Francisco, volvemos a pedirle a Nuestra Señora: que cuide nuestra fidelidad al Evangelio de Jesús.
Es gracia que suplicamos en esta hora de prueba y de esperanza; por eso mismo, también de nuevos aprendizajes.
El Señor nos ha traído hasta este lugar de gracia: estamos viviendo un tiempo en el que todos estamos aprendiendo de nuevo el Evangelio.
Como empujados suavemente por el Espíritu a ser, de verdad, discípulos, familia y hermanos.
¿No será ese el gran aprendizaje de Dios para nosotros en este tiempo?
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Al inicio de esta cuarentena muchos nos sentimos invadidos por una fuerte sensación de «extrañeza».
Así, por ejemplo, fue la vivencia de esta Pascua: extraña, por nuestros templos vacíos -en realidad, por la ausencia física de la comunidad orante-; pero también intensa, conmovedora y movilizadora.
En este clima hemos sentido crecer una fe intrépida, orante y esperanzada. Hemos sido testigos de cómo, el Evangelio logra abrirse paso entre obstáculos inesperados, despertando creatividad, nuevas iniciativas y expresiones de fe compartida.
El ministerio de los pastores, por ejemplo, ha parecido menguar, achicarse y hasta encogerse. Sin embargo, a la vez que esto ocurre, nuestro ministerio pastoral parece volverse más evangélico y concentrado en lo esencial.
Reconozcamos aquí una posibilidad abierta por el Espíritu, más allá de nuestras expectativas y proyectos.
Hemos perdido el control de muchas cosas que marcaban el ritmo de nuestra vida ordinaria.
Es cierto. Pero, ¿podemos interpretarlo como un saludable desapego? Ese suele ser, con la aridez en la oración, la forma como el Buen Dios nos hace crecer en humanidad, en libertad y en santidad.
En todo caso, esta pérdida de control está abriendo paso a una experiencia luminosa: algo de fondo está aconteciendo. Y lo estamos aprendiendo, día a día. Caminamos la paciencia.
En esa ausencia e incertidumbre cobra nueva intensidad una Presencia que, sin embargo, no nos es extraña, sino entrañable: es el Resucitado que, una vez más, irrumpe entre los suyos, como hizo aquella primera mañana en el Cenáculo.
Es bueno evocar aquí la experiencia de Juan, el Precursor: “Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).
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“¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!… “Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 11, 27-28).
¡Cómo nos ilumina la Palabra! Nos aquieta y consuela. Nos hace ver la realidad: Dios obrando en el mundo, en el corazón de los hombres, conduciendo la historia…
Esta contraposición de bienaventuranzas, en realidad, descubre una tensión que atraviesa nuestra vida personal y eclesial: en palabras de Aparecida, el paso “de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (A 370).
Si esa escucha es fiel -y no tenemos por qué dudarlo-, si encuentra un corazón pobre y fraterno, producirá “fruto a su debido tiempo” (Sal 1, 3).
Es Palabra viva, rebosante del Espíritu.
Lo hemos visto: una más intensa escucha de la Palabra nos está obligando a repensar y resignificar prioridades, intereses e ideas.
Hemos reconocido su Voz que nos invitaba a cuidar la vida, privándonos incluso del bien precioso de la celebración comunitaria de la Eucaristía.
Y lo hemos hecho, con dolor, no solo para obedecer a una disposición razonable de la autoridad, sino porque hemos experimentado que el Señor nos hacía sentir su voluntad, siempre orientada al bien de todos, especialmente de los más vulnerables.
Esa vida del Espíritu está creciendo, cierta, vigorosa y fuerte, en nuestras familias que se redescubren “Iglesias domésticas”, en nuestras comunidades y en los corazones de muchos.
Es vida que brota de la Eucaristía y que tiene forma eucarística: cercanía solidaria a los más pobres, a los que sienten el aguijón del miedo o están solos, a los ancianos y enfermos.
María la custodia y alienta. Nos invita a todos a imitarla.
Estamos ante un regalo inesperado.
Amén.