«La Voz de San Justo», domingo 15 de marzo de 2020
Dejemos atrás el santuario de Luján y las multitudes, y nos reencontrémonos con nuestro amigo Abram.
Sigue caminando, con su familia y posesiones a cuestas. Camina y -al menos, así lo imagino- va tarareando alguna canción. Tal vez, podría ser: “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía…”
El que se anima a caminar la fe, sostenido por una promesa de Dios, se arriesga a esa experiencia provocadora, pero también la única que nos termina de convertir en hombres de verdad. Caminar la vida y la fe es lo que, en definitiva, nos humaniza.
Le pasó a Abram. Nos pasa también a nosotros. Aprendamos algo más de su caminar.
Ya lo vimos yendo a Egipto y terminar enredado en sus propias picardías. Hoy les propongo contemplarlo nuevamente cercano a nosotros. Incluso, más humano que hasta ahora.
Leo con ustedes Gen 15, 1-6. Vuelve a contarnos el llamado de Abram por Dios. La Biblia tiene esas cosas: algunos hechos son relatados varias veces, como si nos obligara a rumiarlos o a mirarlos desde distintos puntos de vista.
Aquí, Abram vive la prueba del tiempo: pasan los días, él sigue caminando, y la promesa de Dios que lo trajo hasta aquí parece no poder cumplirse. Cavila, duda y acaricia una solución humana: aunque no tiene heredero surgido de sus entrañas, podrá echar mano de la ley y hacerlo heredar a Eliezer de Damasco, un esclavo suyo.
Es cierto que Abram duda, pero lo hace delante de Dios, en la oración. Es que, ese Dios desafiante y algo esquivo, es también su amigo. O, mejor: ha llegado a convertirse, de tanto caminar juntos, en el amigo de su vida. Al Dios amigo, Abram le abre el corazón: “Tú no me has dado un descendiente, y un servidor de mi casa será mi heredero” (Gn 15, 3).

La respuesta no se deja esperar. Dios vuelve a dirigirle palabras de promesas, cargadas de lirismo y esperanza: “«No, ese no será tu heredero; tu heredero será alguien que nacerá de ti». Luego lo llevó afuera y continuó diciéndole: «Mira hacia el cielo y si puedes, cuenta las estrellas». Y añadió: «Así será tu descendencia». Abram creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación.” (Gn 15, 4-6).
La fe en Dios siempre tiene que atravesar la prueba del tiempo. Está llamada a transformarse en fidelidad. Tiene que abrirse paso por la incertidumbre, el miedo y la tentación fuerte del desaliento. No hay recetas mágicas para ello. El aprendiz de creyente debe adentrarse por los caminos de la amistad con Dios que se vuelve diálogo, oración y confianza.
Dios siempre estará ahí, amigable y desafiante, invitándonos a contar las estrellas porque solo el infinito es digno de sus promesas y de nuestra sed interior.
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