La equivocación de Caín

«La Voz de San Justo», domingo 2 de febrero de 2020

Vuelvo sobre el relato bíblico de Caín y Abel. Después del fratricidio, Caín comienza a caer en la cuenta de su crimen. “Mi castigo es demasiado grande para poder sobrellevarlo…” (Gn 4, 13), confiesa con realismo a Dios que lo ha interpelado, preguntándole por su hermano.

Comentando esta frase en uno de sus Sermones, San Bernardo señala que Caín “no tenía razón” al hablar así. Y añade: “Es que él no podía atribuirse ni llamar suyos los méritos de Cristo, porque no era miembro del cuerpo cuya cabeza es el Señor”.

Podríamos decir: esa fue la gran equivocación de Caín. Como lo será después la de Judas, el traidor.

¿Fuerza Bernardo el texto bíblico? No lo creo. Caín es una figura representativa de la humanidad. Como Adán, Eva y Abel. Caín soy yo, sos vos, somos cada uno.

En la medida en que no conocemos a Cristo, somos Caín abrumados por el peso de nuestros yerros y pecados. A eso apunta Bernardo: quien no sabe de Cristo está al borde del peor abismo, el de la desesperación de no saberse redimido.

Eso es precisamente la fe: encuentro con la persona de Jesús. Un Cristo que no es un mero personaje del pasado, sino una persona viva. En el encuentro con Él experimentamos el amor primero de Dios que, desde toda la eternidad, nos espera, nos busca y nos salva.

Por eso, para conocer lo que significa la fe tenemos que bucear en las experiencias de aquellos hombres y mujeres que no han podido separar sus vidas de la de Cristo. Porque Cristo vive en sus discípulos. Su Persona es inseparable de las personas de quienes lo reconocemos como Señor, sintiéndonos salvados por Él.

Dios no tira de la cuerda hasta ahogar a Caín. En definitiva, Dios no odia, ni busca venganza. Quiere justicia, la que solo se consigue cuando el pecador se arrepiente, hace penitencia y se redime.

Comienza a hacer despuntar sobre la vida del fratricida la luz mansa del Salvador. Tardará, pero esa luz tiene la suficiente potencia para ganar el corazón de todos los Caínes.

La trama de la Biblia está tejida con historias de muchos hombres y mujeres que, como Caín, han conocido el abismo de mal que son capaces de cavar con sus propias manos, precipitándose ellos con sus víctimas. Siempre (y “siempre” quiere decir: “siempre”), la misericordia de Dios se las ha arreglado para abrirles una puerta.

Y Dios -como enseña la vieja filosofía- es inmutable: no cambia en su modo de ser ni de obrar.

No demos a nadie por perdido para siempre.