
¿Me confieso bien? Más que como obispo, me hago esta pregunta como cristiano. Es decir, como un discípulo que se descubre sediento de Cristo, mendigo de su amistad.
La pregunta viene a cuento por esta convención social que nos alcanza cada diciembre, mientras cerramos un año y nos disponemos a caminar uno nuevo. ¿Qué me queda del año vivido? ¿Qué experiencias rescato? ¿Cómo encarar el tiempo nuevo que se abre a mi puerta? Una suerte de balance o de inventario.
Para un cristiano, este balance tiene un nombre propio: “examen de conciencia”. ¿En qué consiste? En tomarse un tiempo para mirar la propia vida y, a la luz de la Palabra de Dios, reconocer el paso de Dios por la propia historia y biografía.
Desde esta perspectiva, confesarse bien quiere decir que, antes que empezar a enumerar los propios yerros o pecados, lo más importante es descubrir en qué medida (siempre generosa, desbordante y sorpresiva), nuestra vida ha sido bendecida por Dios. Claro: el Padre de Jesucristo, el que perdona y libra del mal.
“He sido bendecido. Soy un hombre bendecido”. Esta es la primera experiencia que hace buena una confesión, porque lleva a los labios no la amargura de los propios fracasos, sino que pone palabras a la gratitud de quien se descubre amado gratuitamente.
Solo entonces tiene sentido confesar los propios pecados. Una vez más: no como quien saca una cuenta amarga elencando sus miserias, sino como quien se siente alcanzado por la misericordia de Dios, especialmente en sus vacíos más grandes.
Iniciar un año sabiéndome amado, perdonado y bendecido por Dios es garantía de una energía espiritual que nadie en el mundo puede dar.
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