
Los delitos contra la integridad sexual están suscitando intensos debates y reformas en los sistemas penales de todo el mundo. También los criterios, normas y procedimientos de la Iglesia.
Está muy bien que esto ocurra. Por una parte, expresa que la sociedad cae en la cuenta de la gravedad y naturaleza de este drama humano, sobre todo, del modo como hiere a quienes los sufren, tanto las víctimas primarias como secundarias, pero también los complejos mecanismos humanos que llevan a un adulto a cometer estos delitos.
Un ejemplo: las víctimas suelen tardar años en poner en palabras lo que han sufrido; en consecuencia, lo que logran decir de sus vivencias siempre debe ser escuchado con respeto. A las víctimas, por tanto, hay que creerles. Inevitablemente surge la pregunta: ¿cómo se conjuga esto con el irrenunciable principio de “presunción de inocencia”? Cuestiones como esta son materia de discusión en todas partes.
La respuesta del derecho a estos desafíos es fundamental, aunque no exclusiva. El paradigma para abordar, tanto la prevención con una respuesta adecuada a estos delitos es el del trabajo en red, por tanto, de la colaboración de todos los involucrados. Y, aunque parezca una tautología: todos los involucrados somos realmente todos. Es decir, ante todo, la sociedad, sus organizaciones (las Iglesias, por ejemplo) y, con un rol insustituible, el estado, sus órganos de justicia y educación.
En última instancia, el abuso sexual es un problema que tiene que ver con el modo como las personas nos tratamos y cómo cuidamos a los más vulnerables. Un problema humano de naturaleza espiritual, ética y vincular.
En este marco más amplio hay que ubicar la decisión del Santo Padre que hoy se ha hecho pública bajo la forma de dos rescritpos pontificios. El más importante es, sin duda, el que levanta el “secreto pontificio” para los distintos delitos canónicos de naturaleza sexual cometidos por clérigos.
Era este un reclamo que iba creciendo desde distintos sectores, principalmente desde las víctimas y quienes las acompañan en sus reclamos de verdad y justicia. Pero también de quienes, en la Iglesia, están involucrados más directamente en dar una respuesta seria a esta honda crisis. Todos estos reclamos se hicieron sentir con fuerza en la cumbre de febrero pasado, convocada por el Papa y que reunió a los presidentes de las conferencias episcopales del mundo junto con otros líderes eclesiales.
El levantamiento del “secreto pontificio” no significa, como bien lo señalan los expertos, que se lesione el derecho a proteger la intimidad, buena fama y confidencialidad de las personas involucradas en estos procesos. Menos aún que afecte al sigilo sacramental de la confesión. Con esta histórica decisión, el Papa Francisco determina que, desde la investigación preliminar hasta las decisiones finales, estén aseguradas la adecuada información a todos los involucrados (víctimas, denunciantes y también acusados), como también se pueda responder los requerimientos de la justicia secular, tanto por parte de las diócesis o, por los medios adecuados, por parte de la Santa Sede.
La Iglesia, de esta manera, con paso firme, va cobrando impulso en la dirección correcta para apuntalar una cultura del cuidado y la protección de los más vulnerables, como también en la prevención de estos delitos.
Estas disposiciones canónicas tienen múltiples consecuencias. Las iremos conociendo a medida que vayamos asimilando y actuando estas disposiciones.
+ Sergio O. Buenanueva
Obispo de San Francisco
Consejo pastoral de protección de menores
y adultos vulnerables de la CEA.
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