«La Voz de San Justo», domingo 17 de noviembre de 2019

“Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca». No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin” (Lc 21, 8-9).
La tendencia a mezclar religión y política es muy fuerte. Lo hemos visto en Italia, donde un político nacionalista esgrimía un rosario en su mano para defender -según él- la identidad cristiana de la nación. Lo hacía incluso contra las enseñanzas del Papa Francisco. Lo acabamos de ver también en la nación hermana de Bolivia, cuando algunos políticos ingresaron con la Biblia al palacio presidencial, declarando que Dios volvía a ese lugar.
Expresiones extremas, pero también grotescas. Mucho más deletéreos suelen ser otros intentos más sutiles de sacralizar las propias opciones políticas, ungiéndolas como expresiones inapelables del Evangelio o de la ley divina.
Por eso, las palabras de Jesús de este domingo merecen ser escuchadas con atención. Las empresas humanas tienen su dinámica propia. Dios, Señor de la historia, las ha confiado a la inteligencia y libertad humanas. Hay que ser precavidos y no apresurarse a interpretar como señales de Dios lo que es, en realidad, obra del hombre.
Es claro que Dios interviene en la historia. Lo ha hecho en la encarnación y la pascua de su Hijo Jesucristo. Esta intervención es definitiva. Es además modelo insuperable de cómo Dios, con respeto y delicadeza infinitos, inspira, sostiene y anima la libertad humana para que realice su misión de custodiar la creación. La purifica también del peso del egoísmo.
El riesgo del autoengaño es grande y nos amenaza a todos. Jesús nos ofrece una certeza: “Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas” (Lc 21, 17-19).
Especialmente en las circunstancias más extremas no nos faltará la presencia del Señor y su Espíritu para que seamos fieles al Evangelio. Eso sí: es una promesa para quien se anima a entrar, aún con todos sus miedos encima, en lo vivo de la historia, buscando allí lo que es verdadero y justo. En definitiva, para quien se deja conquistar por el bien en toda su luminosa belleza.
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