
«La Voz de San Justo», domingo 27 de octubre de 2019
Dos hombres. Dos modos de orar. Dos formas de ver la vida. Dos modos de vivir.
¿Nuevo reduccionismo, esta vez religioso? ¿No es suficiente el difuso maniqueísmo que respiramos en el ambiente y que nos intoxica la vida?
Es bueno que lo advirtamos. La vida de cualquier ser humano escapa a toda etiqueta. Mucho más, si simplista y unidireccional. Más aún, si de la relación con Dios se trata. No es cualquier relación. Es la que define la vida. Si se encara mal, todo se confunde.
Volvamos a la parábola: es presumible que esos dos sujetos (el fariseo y el publicano) estén alternando sus rezos en nuestro corazón. Los podemos buscar fuera, etiquetando personas o grupos. Esa operación puede tranquilizarnos un poco, pero, tarde o temprano, nos despertamos de la anestesia…
Jesús lo sabe mejor que nadie. Por eso narra esta parábola. Con ella nos invita a encarar la oración y, por ende, la vida misma, con la actitud humilde y mansa del publicano.
Es decir, no desde la altanería y el desprecio de sentirse superior; sino desde ese rico «humus» que es la propia y concreta humanidad: soy un ser humano, uno que siente, busca y alberga deseos de vida; voy caminando y aprendiendo al ritmo de aciertos y errores.
Jesús ha crecido rezando con el salmista: «El Señor está en las alturas, pero se fija en el humilde y reconoce al orgulloso desde lejos» (Salmo 138, 6). Rumiando las palabras del salmo, su conciencia de Hijo ha podido ver más profundamente. Lo enseñará luego, apoyando su doctrina en la solidez de su vivencia: el Padre ve en lo secreto, sondea las profundidades del alma; no lo engañan las apariencias ni las grandilocuencias. Sabe distinguir y reconocer lo genuino de lo falso, lo que nace del corazón de lo que solo es apariencia.
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