La Transfiguración de Francisco

Homilía en la Fiesta de San Francisco de Asís

Catedral de San Francisco – 4 de octubre de 2019

Hablando de sus propias luchas apostólicas, San Pablo escribe a los corintios: “Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día” (2 Co 4, 16).

Bien se podrían aplicar a Francisco estas palabras. Cuentan sus biógrafos que sus intensas vivencias personales habían dejado huellas muy visibles en su cuerpo. Francisco había vivido plenamente, entregándose en cuerpo y alma a las llamadas de Dios, a medida que estas iban clarificándose en su alma.

Tantas luchas, internas y externas, hicieron mella en su persona. Pensemos solo en la enfermedad ocular que contrajo en Egipto y que, de vuelta a Europa, se incrementó con los desastrosos tratamientos que recibió de aquellos médicos del siglo XIII.

Su estampa era la de un hombre sufrido.

Sin embargo, algo grande y hermoso acontecía en el alma de Francisco que resaltaba aún más en la fragilidad de su cuerpo y en la fatiga de su porte externo. Algo grande y hermoso, pero para nada débil, sino fuerte y vigoroso, porque era la obra del Espíritu en el alma de un hombre que, con una libertad que nos subyuga tanto como nos atemoriza, se había dejado vaciar a sí mismo.

El “hombre exterior”, al decir de Pablo, parecía menguar, mientras que el “hombre interior” alcanzaba una belleza llena de la majestad del Dios Crucificado que, en San Damián, lo había invitado a reparar su Iglesia en ruinas. O, parafraseando al profeta y al salmista: nuestro Francisco, “varón de dolores” (Is 53, 3) era también “el más hermoso de los hombres” (Salmo 44, 2).

Esta genuina transfiguración fue creciendo paulatinamente a lo largo de toda su vida. También él, como su maestro, “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).

Sin embargo, esta transformación alcanzó un grado supremo apenas el Pobre de Asís fue abrazado por la “hermana muerte corporal”, que él había cantado en su himno “Laudato Si’”, aquel 3 de octubre de 1226.

Después de yacer un tiempo desnudo en el pavimento de la Iglesia (tal fue su voluntad), los hermanos comenzaron a amortajar el cuerpo venerado. Fue entonces que su rostro sufrido cambió de aspecto y se volvió de una belleza luminosa. Mientras se cumplía esta operación y la noticia de su muerte se difundía por Asís, una multitud orante y sollozante se agolpaba para contemplar a quien ya consideraba un santo.

Fue en esa ocasión que muchísimos seglares, clérigos y hermanos pudieron contemplar las benditas llagas que, apenas dos años antes de morir, Francisco había recibido en el Monte Alverna, como sello de su profunda identificación con Cristo, el Señor.

Es la gracia que le había pedido a Jesús, seguramente con la decisión y pureza de los santos. Estas son sus palabras, según los testimonios que nos llegan de sus contemporáneos:

Señor mío, Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte. Que experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que Tu, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima Pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida de lo posible aquel amor sin medida en que Tu, Hijo de Dios, ardías, cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores. (Consideraciones sobre las llagas).

Francisco suplicó con tenacidad a Aquel que había enseñado: «Pidan y se les dará». Rogó y Jesús cumplió la promesa: le concedió, a manos llenas, las gracias centuplicadas.

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Contemplamos la transfiguración de Francisco, admirados y agradecidos. Pero no podemos dejar de pensar en la transfiguración que el Señor, por medio de su Espíritu, está ciertamente obrando en cada uno de nosotros, en nuestras comunidades, en nuestra ciudad y en nuestra diócesis.

Hace algunos meses, les dirigía una carta a los sacerdotes y consejos parroquiales de pastoral, formulando algunas preguntas: “¿Qué quiere el Señor de nuestra Iglesia diocesana, en este momento y a través de los acontecimientos que estamos viviendo? ¿Qué pasos de conversión nos está pidiendo?”.

Podría decir ahora, contemplando a Francisco e iluminados por las Escrituras que hemos escuchado: ¿Qué gracia de transformación está obrando en nosotros el Espíritu Santo? ¿Hacia que umbral de gracia nos está conduciendo como Iglesia diocesana? ¿Cómo se están marcando en nosotros las cicatrices del Señor? ¿Dónde vemos surgir la criatura nueva que nace del costado del Crucificado?

Creo sinceramente que la figura evangélica de Francisco de Asís nos ilumina.

Puede ser que nuestra diócesis y nuestra ciudad lleven el nombre de San Francisco casi de manera fortuita. Pero no hay casualidad en la Providencia de Dios. En ese nombre hay un programa evangélico que viene del corazón de Dios para nosotros.

Esta mañana he hecho pública una Carta Pastoral recogiendo las respuestas que ustedes han formulado a las preguntas del obispo. Si tuviera que resumir lo que he querido expresar en palabras, lo haría con estas frases:

Somos familia. Somos hermanos. Tenemos que vivir toda la densidad humana de la cercanía: cercanía con Dios a través de la oración, especialmente de la adoración y la alabanza; cercanía entre nosotros, derribando muros y construyendo espacios fraternos para escucharnos; cercanía misionera con todos, pero especialmente con los más alejados, heridos y vulnerables.

Si quieren lo resumo en dos palabras muy «franciscanas»: fraternidad y cercanía.

Como Francisco, con estas palabras formulo un deseo que se vuelve oración. Los invito a hacer lo mismo. Una oración que nace del corazón de nuestra Iglesia diocesana, de sus vivencias, ilusiones, decepciones y sufrimientos. Una oración cuyo fervor se intensifica al escuchar al Señor que nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11, 28-30).

Señor Jesús: como Francisco un día, también nosotros hoy nos atrevemos a suplicar, para nuestra Iglesia diocesana la gracia de una profunda conversión que nos haga más misioneros, más disponibles, más hermanos y más cercanos a todos.

Que tu Espíritu derribe nuestro orgullo y nos haga más humildes y orantes, más misericordiosos y sencillos, más fieles a tu Evangelio en medio de nuestra sociedad.

Que no nos amoldemos a los criterios mundanos del bienestar individual y del consumo que galvanizan nuestra mirada y nuestro corazón.

Concédenos, Señor, un tiempo de generosa y saludable conversión. Que sintamos tu dulzura y tu belleza, y que experimentemos la alegría franciscana de comunicarla en cuanto vivida con sencillez y en la pobreza.

Amén.