Te aclamarán mis labios, Señor, cuando salmodie para Tí

Con otros tres hermanos obispos, tuve la ocasión de pasar unos días de retiro en la Abadía “Gozo de María” de monjas benedictinas.

Había reservado esta fecha desde inicio del año, a sabiendas de que, a esta altura del año, ese tiempo más prolongado para orar, exponerme a la Palabra de Dios y, también, para descansar, era más que oportuno.

Cada día, con las monjas, compartíamos las Laudes, la Eucaristía a mediodía y las Vísperas.

Al rezar esta mañana la Liturgia de las Horas, el responsorio de Laudes evocó para mí estos días vividos: “Te aclamarán mis labios, Señor, cuando salmodie para ti”.

La Liturgia de las Horas, tal como la celebran las monjas benedictinas, mantiene la estructura de nuestras horas litúrgicas, pero agrega más salmos a cada una de ellas. Y son cantados, con ese modo de entonar que, por encima de todo, subordina la melodía al texto sagrado. La prioridad, como en toda oración cristiana, la tiene la Palabra de Dios.

Tres reflexiones, a partir de esta experiencia enriquecedora y exquisitamente bella:  

1. Los salmos, como sabemos bien, son oraciones inspiradas por Dios. Él ha puesto en nuestros labios las palabras con las que quiere ser invocado. El Dios vivo enseña así a rezar a su Pueblo. Pero, a la vez, esas oraciones recogen, con inaudito realismo, todas las vivencias, emociones y situaciones que sacuden el corazón humano, desde el sufrimiento a la acción de gracias, pasando por la rebeldía ante Dios y la violencia que despiertan los enemigos. Tres son los protagonistas de esas tremendas oraciones: el salmista (que lo compuso o quienes nos apropiamos de su oración); los que se oponen a Dios y a sus fieles (los “enemigos”); y, finalmente, el Dios de todas las plegarias.

2. Los salmos han sido la escuela de oración del mismo Jesús, tanto en su casa (de la mano de José y María), como en la sinagoga. Al salmodiar cada día, de modo más reposado y sereno, estos himnos sagrados, me hizo mucho bien imaginar a Jesús aprendiendo a orar con el Salterio de su Pueblo. Pero, también, imaginar que este extraordinario orante, haciendo suyas las plegarias entrañables de su Pueblo, era capaz de ir más allá del más osado orante de Israel: recitando los salmos, Jesús pudo hacer emerger a su corazón de Hijo y a sus labios, la oración más cristiana de todas, la que invoca a Dios, llamándolo: “Abba”.

3. Rezados así por la Iglesia, los salmos nos introducen en la misma oración de Jesús, el Hijo amado del Padre. ¿No es este el misterio más hondo de toda oración? Entrar en ese diálogo inaudito de amor, de pasión y de compasión entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Si la oración cristiana, como bien enseña el Padre Jean Lafrance, es, en definitiva, prolongar el Padre nuestro; cada deseo o petición allí expresados ha madurado en ese terreno fértil y generoso que son los salmos de Israel, y, animados por el Espíritu, nos meten cada vez más en el alma filial de Jesús que, sin cansancio, repite: el “Abba, Padre, que se haga tu voluntad”.

Como pastor, me toca presidir, moderar y guiar la oración del Pueblo de Dios en la liturgia. En realidad, voy comprendiendo que este rol es más bien instrumental: facilitar la docilidad de todos al Espíritu que busca que lleguemos a la “sobria embriaguez” del que se deja conducir por su Soplo dulce y tenaz.