¡Qué la Eucaristía nos estremezca!

El religioso orionita polaco Michal Los, ordenado sacerdote en su lecho de enfermo el 23 de mayo de 2019. Falleció el 17 de junio.

Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. Catedral de San Francisco, sábado 22 de junio de 2019.

“«¿Dónde está el Cuerpo del Señor?» Esta es la pregunta que surgió el lunes por la noche, del fuego de Notre-Dame de París: «¿Dónde está el Cuerpo del Señor?».

Era necesario salvar la Catedral, el tesoro formado por piezas de orfebrería acumuladas a lo largo de los siglos. También era necesario guardar, para los creyentes, esta Reliquia infinitamente preciosa: la Corona de Espinas de Jesús, traída por el rey San Luis.

Pero una pregunta agónica surgió en mi corazón: «¿En dónde está el Cuerpo del Señor?», ¿era posible dejar el Santísimo Sacramento?, ¿dejar el Cuerpo de Jesús que estaba en el Tabernáculo?

Es por este Cuerpo, velado bajo la apariencia de una miga de pan (“d’une miette de pain”), que se construyó esta Catedral. Entonces ¿qué es lo más valioso?, ¿la Catedral, el tesoro o la miga de pan? La miga de pan es el Cuerpo de Dios, el Cuerpo de Cristo, Su Cuerpo resucitado. Inalcanzable, a menos que Él se entregue a Sí mismo. Y así lo hace, se dona a Sí mismo: «Mi vida nadie la toma, soy yo quien la da»…

Queremos salvar la Catedral. Este espléndido estuche de joyería ha querido ser la magnífica manifestación del genio humano que rinde homenaje al amor de un Dios que se entrega por amor y que para darse a Sí mismo, se ha convertido en uno de nosotros.”

De la homilía del arzobispo de París, Michel Aupetit, seis días después del incendio que dañó severamente Notre Dame (21 de abril de 2019, Domingo de Pascua).

El arzobispo de París, Michael Aupetit celebrando la primera Misa en Notre Dame después del incendio el pasado 15 de junio, memoria de la dedicación de la catedral parisina.

¡Qué contraste! ¡Cuánto dolor por los que ya no saben reconocer en el pan a Jesús, el Señor!

¡Qué contraste! ¡Cuánto dolor por los que ya no saben reconocer en el pan a Jesús, el Señor!

No quiero hacer juicios simplistas, a los que tan acostumbrados nos tienen estos tiempos de polémicas infantiles y posicionamientos fundamentalistas. Sé bien que, detrás del abandono de la Eucaristía hay complejos procesos espirituales y personales.

Dios es Juez misericordioso y Sabiduría amorosa. Él conoce mejor que nadie el corazón humano. Sobre todo, sabe medir hasta qué punto sus decisiones son realmente libres, expresan rebeldía y rechazo del don; o son, más bien, reacción airada por los escándalos de los creyentes, o sencillamente, manifestación de la fragilidad humana ante la presión de una cultura secularizada y las carencias de una pastoral de conservación más que misionera.

Todos estamos en sus manos de Padre sabio, amoroso y providente, que siempre espera al hijo que ha perdido el rumbo, extraviándose en sus propios pensamientos y confusiones.

No miro entonces la paja en el ojo ajeno. Solo me animo a inquietar mi propia conciencia cristiana, mis propios olvidos y abandonos del Pan eucarístico.

¿Cómo está la calidad de mi amor por la Eucaristía?

La celebración de la Santa Misa es el tesoro más grande que tiene la Iglesia, el cielo que se abre sobre el altar, la alegría de los ángeles y santos que se desborda sobre nosotros que peregrinamos por «este valle de lágrimas», temerosos y vacilantes, entre luces y sombras, humillados por nuestros pecados pero consolados por la Presencia bendita del Señor de la Vida, que camina con nosotros.

¿Cómo vivo yo la Eucaristía? ¿Cómo me preparo y como salgo de ella? ¿Vivo mi vida cristiana, en la Iglesia y en la sociedad, con aquella “coherencia eucarística” de la que tan bien habló el sabio Benedicto XVI?

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Nos han conmovido estos días las imágenes de aquel joven seminarista polaco (Michal Los) que recibió del Papa Francisco la dispensa y fue ordenado sacerdote en su convalecencia. Celebró pocas Misas antes de morir. Ni siquiera pudo revestirse con los ornamentos sagrados. Pero su rostro al elevar el Cuerpo del Señor desde el altar de su lecho de enfermo, con la sola estola sobre el cuerpo estragado por el cáncer, nos ha estremecido en lo más profundo.

Sí, mis queridos hermanos y hermanas: en este día de Corpus, los invito a estremecernos por el don de la Sagrada Eucaristía, lo que nos revela de este Dios sediento de amor y de nuestras hambrunas más hondas.

Pero ¿ante qué estremercernos cuando celebramos la Eucaristía?

Cada uno podrá buscar su propia vivencia, abrevando en la incontrovertible fe de la Iglesia.

Perdonen que apele a mi propia experiencia de vida: yo me he hecho sacerdote porque, de niño, sentí el deseo de imitar a mi párroco que «decía Misa» con devoción y mucha fe. Ahí Dios me estaba esperando. Aún allí lo sigue haciendo.

Atesoro esta experiencia como una de las claves fundamentales de mi propia vida de fe como discípulo y pastor. Leo ahí todo lo que me ha pasado después y lo que vivo aún ahora, aquí entre ustedes; lo que voy descubriendo como llamada de Dios a predicar su Evangelio, a salir al encuentro de todos, a animarlos a ser fieles a la llamada del Señor a su Iglesia.

Queridos amigos: que se nos estremezca el corazón al contemplar y experimentar a este Dios humilde que se abaja, nos busca y, como mendigo de amor, nos suplica que lo dejemos entrar en nuestras vidas.

Sí, en el Sagrario, en la custodia y, sobre todo, en el altar, Cristo solo sabe encabezar cada una de sus palabras hacia nosotros con un humilde: “¡Por favor!”. Apela así a nuestra libertad.

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Miremos el relato de Pablo en la segunda lectura. Es, tal vez, la narración más antigua de cómo los primeros cristianos celebraban la Santa Eucaristía. No solo el cómo, sino el por qué más hondo y decisivo, el que sigue siendo la motivación fundamental para que también nosotros nos reunamos a celebrar, a adorar y a comer el Cuerpo Santo del Señor y a beber su Sangre preciosa.

Pablo interpela a esos corintios revoltosos, tan enamorados de Jesús como atropellados en sus propias inmadureces, a que vivan la coherencia eucarística. Él les ha transmitido lo que recibió “del Señor”. Él nos lo ha mandado. Y partimos el pan y compartimos el cáliz, porque Él nos mandó hacerlo “en memoria suya”.

“Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva.” (1 Co 11, 26). Lo aclamamos cada vez que celebramos la Santa Cena: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡Ven, Señor Jesús!”.

Lo cantamos en la Misa, pero quisiéramos gritarlo a todos, en las calles, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas, en los bares y en los supermercados, en las redes sociales y en cada espacio público. Antes que con las palabras -siempre imprescindibles, cuando llega su hora- con nuestra vida, transfigurada por la Pascua que celebramos cada domingo.

Quisiéramos decírselo a los jóvenes, para que hagan de la Eucaristía el alimento de sus preciosas vidas, como hizo Carlos Acutis, adolescente italiano, influencer y evangelizador de los jóvenes en las redes, y que no ocultaba haber encontrado el secreto de su vida en la Santa Eucaristía. Murió quinceañero pero su testimonio nos llena de alegría.

Quisiéramos que nuestros jóvenes encontraran en el Pan eucarístico al Amigo capaz de decirles la verdad de sus vidas. ¡Cómo olvidar la intensa adoración eucarística que vivimos el pasado sábado 25 de mayo en el Superdomo con más de mil quinientos jóvenes de Córdoba!

Como quisiéramos que los jóvenes se enamoraran de Cristo eucaristía y sintieran su llamada a consagrarse a él con todo su ser como sacerdotes, religiosos, misioneros, esposos y padres cristianos.

Pero también como hombres y mujeres públicos (políticos, dirigentes sociales santos), entregados al bien común, a la defensa de la vida y despojados de intereses mezquinos; servidores de la concordia y la reconciliación de los corazones, que tienden puentes y no agigantan grietas para ganar espacios de poder; servidores a la medida del que se hizo Pan para alimentar a los pobres.

En este Año Misionero Diocesano, renovemos nuestro amor por la Eucaristía. Ella contiene toda la energía evangelizadora y misionera de la Iglesia.

Ella alimentó y alimenta a los santos: a Francisco y Clara, a Brochero, a Angelelli y compañeros mártires.

De la mano de María, que alimentó con su pecho al Pan de Vida, acerquémonos a adorar y a comer “el pan de los ángeles, convertido en alimento de los hombres peregrinos” (Secuencia). Así sea.