
Tengo personas cercanas, incluso amigos, que no terminan de asimilar la beatificación del obispo Angelelli y sus cuatro compañeros.
Escapan al estereotipo del integrista católico que reivindica la dictadura. No se puede decir de ellos que son, al presente, lo que fueron quienes rechazaron y mataron a los mártires.
Por el contrario, son buenos cristianos y convencidos católicos. Aman de corazón a la Iglesia y forman parte de sus comunidades, asociaciones y movimientos. Intentan, como todos, llevar una vida según el Evangelio.
Tal vez tengan, como yo mismo, una sensibilidad -digamos así- más “tradicional” o “conservadora”, al menos en algunos aspectos o dimensiones de la fe. Lo cual, por cierto, no solo no es un crimen, sino que forma parte de la dinámica misma del alma católica de la Iglesia que anima el Espíritu.
A ellos les dirijo estas breves reflexiones, al calor de lo vivido ayer en La Rioja. Y, cuando hablo de calor, no me refiero al sol riojano que, acercándose el mediodía, pegaba fuerte y hacía sentir toda su potencia. Se visibilizaba así el calor interior, hecho de alegría, oración y esperanza, que nos embargaba a todos los que estábamos en esa inmensa liturgia.
Comienzo por aquí: cuando volvíamos en el auto reflexionábamos sobre el sentido de la beatificación. Recordábamos que, tanto la beatificación como la canonización, son actos litúrgicos, pues la Iglesia, a través del acto apostólico del Papa y en comunión, rinde culto a la Trinidad, inscribiendo el nombre de los bautizados en el catálogo de los bienaventurados.
Un acto de culto, de adoración y de alabanza que reconoce lo que el Dios amor ha hecho en la vida y en la historia, a través de la vida y la historia de unos hermanos. En este caso, de Wenceslao (que se llevó los mayores aplausos), Enrique, Carlos y Gabriel.
Dejo de lado la discusión teológica sobre el carácter de infalibilidad de una beatificación. Me parece, en este punto, de poca monta. Vamos: la Carta Apostólica que se proclama en la beatificación es una palabra fuerte de la Iglesia en la voz de su Pastor Universal, no del “Papa Bergoglio” como sujeto privado. Un buen católico sabe que no se puede sencillamente desoír esta palabra, para escuchar otras, tan respetables como subjetivas.
Pero quisiera comentar otra cosa. Ayer he posteado una entrevista que Carina Ternavasio -comunicadora eficaz y brocheriana- le hizo a la esposa de Wenceslao, Martha Ramona Cornejo (“Coca”).
Me impresionaron sus palabras. Fue testigo presencial de la brutalidad del asesinato de su marido, junto con sus por entonces pequeñas hijas. Refiriéndose a los asesinos de Wenceslao, Coca dice de forma sencilla, directa y muy “a lo Angelelli”: “Los he perdonado. Sé quiénes son. Los he perdonado”. Hace referencia también a las últimas palabras de su marido agonizante: “Sepan perdonar… No odien”.
Esta mañana, he leído la homilía del beato Angelelli en la Misa de exequias de los beatos Carlos y Gabriel. Es larga, sustanciosa y muy honda. Evangélica, sin glosa. Termina con palabras de perdón. Apela a la conciencia humana y cristiana de quienes mataron a los dos sacerdotes. No deja de señalar con fuerza la gravedad y malicia de esa muestra inaudita de violencia. Pero tampoco deja de invitar a todos al gesto cristiano fuerte del perdón.
¿Tengo que aclarar que, cuando un cristiano habla de perdón en este contexto, no está diciendo que no haya que esclarecer los hechos, sancionar justamente a los culpables y resarcir, en la medida de lo posible, tanto daño causado?
Si es necesario, lo aclaro una vez más: especialmente cuando se trata de delitos aberrantes de lesa humanidad y de terrorismo de estado (el más objetivamente malo), la acción de la justicia es imprescindible en el sentido expuesto: verdad, memoria y justicia. Nada que objetar.
Pero…
Argentina tiene un cuerpo herido. Por las heridas de entonces, y las de ahora. Esta beatificación es para mí -no puedo dejar de decirlo- un rayo de luz que nos dice por dónde caminar. Y es un mensaje del Evangelio, del mismo Dios que ama la vida y resucita de la muerte.
Argentina, y nuestra misma Iglesia, necesitan gestos evangélicos de perdón, nacidos de corazones pacificados y que hagan circular por el cuerpo entumecido de la Patria el vigor sanante de ese Perdón que viene, no de la decisión heroica o interesada de nadie, sino del mismo corazón de Dios, manifestado en Jesús Crucificado.
Gestos así no se pueden imponer por decreto ni por cartas pastorales. Nacen de corazones humanos que, tal vez al cabo de una larga y dolorosa lucha y por caminos que solo Dios conoce, se abren a la gracia siempre vivificante del Espíritu.
Argentina vive, cada día, de gestos de este calibre espiritual. Si no fuera así, hace rato que hubiéramos estallado en mil pedazos. Solo que, en ocasiones, hay que expresarlo sin timidez y confiar esa palabra también a la potencia del Espíritu que obra en los corazones.
Menos revanchismo, más fraternidad.
Argentina necesita curar sus heridas.
Una de las medicinas que ofrece curación de raíz es precisamente el perdón a imagen de Jesús, de Wenceslao, de Enrique y tantos otros.
¡Gracias a la Trinidad Santísima por el testimonio de estos hijos de la Iglesia!
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