Homilía en la Catedral de San Francisco – 21 de abril de 2019

Estamos celebrando la “madre de todas las Vigilias”.
Somos la Iglesia orante. Como María buscamos la serenidad del anochecer, aquietamos los ruidos que nos aturden y nos recogemos en oración para escuchar en silencio la Palabra y, con la hondura de un corazón virginal, rumiar el misterio de Dios, su plan de salvación.
Por eso, por segundo año consecutivo, nos hemos dado tiempo para escuchar las nueve lecturas que la liturgia de la Iglesia tiene previstas para esta noche. En medio de tantas palabras vanas y mentirosas, la Palabra resuena para decirnos la Verdad.
Los salmos con sus antífonas nos ayudan a responder con los labios, pero sobre todo con el corazón y con nuestra vida.
Escuchar, acoger en silencio, rumiar, adorar y alabar la sabiduría amorosa de nuestro Dios.
De la creación a nuestro bautismo, hasta la consumación de la historia, nuestro Dios actúa para dar vida, llevar todo a su plenitud y transformar el mundo con la majestad de su Bondad, su Verdad y su Belleza infinitas.
El Dios amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, comparte su vida, su alegría y su comunión.
El pecado no solo no frustra este plan, sino que provoca que la sabia providencia de Dios encuentre un remedio aún mejor.
Y ese remedio tiene un nombre: JESUCRISTO, MUERTO Y RESUCITADO.
Su tumba está vacía.
Las mujeres tienen que recordar las palabras proféticas de Jesús, y nosotros, escuchando con mayor profusión las Santas Escrituras, lo que Dios ha obrado en favor del mundo.
La tumba está vacía como signo de esperanza, especialmente para todos los heridos de la historia, los que esperan, los que lloran.
Queridos hermanos y amigos:
Es verdad que, en ocasiones, nuestra vida es alcanzada por la incertidumbre y nos amenazan la tristeza, la desilusión e incluso la desesperanza.
También nuestra Iglesia se ve hoy sacudida por el pecado de sus hijos. Es objeto de burla y desprecio, motivo de escándalo para muchos.
Nos hacemos cargo: son nuestros pecados los que más la hieren, no la hostilidad externa, por fuerte y agresiva que sea.
No acusamos a los demás, sino que, con el corazón quebrantado, nos abrimos a la acción de Dios que -lo sabemos bien- no deja desamparados a sus hijos.
Por eso: ¡abramos nuestros corazones! ¡No seamos sordos al rumor de la vida que Dios está haciendo crecer, con humildad, paciencia y mansedumbre, en el corazón de nuestro mundo y de su Iglesia!
Permítanme que les diga esta noche, la más santa y luminosa de todas, como el ángel a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado.” (Lc 24,5).
¡Qué el gozo de Cristo, el Viviente, reavive nuestra esperanza! ¡Con María, anunciemos a todos el gozo del Evangelio!
Debe estar conectado para enviar un comentario.