«¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna.»
Zac 9,9
Dios todopoderoso y eterno, tú mostraste a los hombres el ejemplo de humildad de nuestro Salvador, que se encarnó y murió en la cruz; concédenos recibir las enseñanzas de su Pasión, para poder participar un día de su gloriosa resurrección. (Oración de la liturgia del Domingo de Ramos).
Cristo: ejemplo de humildad.
En el lenguaje cotidiano, la palabra “humildad” parece ser casi sinónimo de pobreza. Un humilde es alguien que carece de bienes.
En la oración que comentamos tiene otro sentido. Abreva en la gran tradición espiritual del cristianismo que se nutre, a su vez, de la experiencia de Dios que narran las Escrituras.
Humilde es el pobre de espíritu, que se sabe en las manos de Dios. Es, por eso, profundamente libre, abierto a esa sorpresa permanente que es la vida, porque «Sorpresa» es casi un nombre de Dios.
Donde crece la humildad florece la libertad y la entrega generosa, no el apocamiento, el temor o el complejo.
Jesús lo afirma de modo explícito: Dios les escapa a los soberbios y pagados de sí. Se da a conocer, en cambio, a los humildes de corazón.
En este sentido fuerte, “el humilde” por antonomasia es Jesús. Así precisamente lo contemplamos en Semana Santa.
Así lo vemos este Domingo de Ramos: aclamado por la multitud y, a poco andar, humillado y escarnecido. Sin embargo, en una y otra situación: majestuosamente libre. En la cruz lo dirá con sus últimas palabras que son también una oración: “En tus manos, Padre, encomiendo mi vida”.
En el humilde despojo de su pasión y cruz, resplandece con más fuerza la luz de Dios de la que es portador Jesús: el amor como el verdadero poder que redime al mundo. El amor humilde que no busca dominar ni imponer, sino hacer crecer la vida.
Las celebraciones pascuales nos introducen en esa escuela de vida.
Les deseo, de corazón, una Semana Santa con Jesús.