Homilía en la Misa Crismal, en la catedral de San Francisco, 10 de marzo de 2019

“Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (EG 27).
Son palabras del Papa Francisco. Es su sueño como pastor. Lo es también de nuestra Iglesia diocesana, hecho especialmente consciente en este Año Misionero.
Es, antes de nada, el sueño de Dios, el sueño de Jesús. Tenemos que hacerlo realmente nuestro.
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Los santos Óleos que estamos a punto de bendecir, de manera particular el Crisma, tienen la potencia misionera que viene del corazón de Dios. Expresan y comunican el dinamismo del Espíritu Santo que es don y comunión, comunicación y alegría.
Misión no es lo que hacemos, sino lo que somos. Así en Jesús, el Enviado del Padre, como en nosotros, sus discípulos misioneros.
Los catecúmenos son ungidos en el pecho porque han de estar dispuestos para afrontar una lucha: con mansedumbre, resistir las asechanzas del Malo en todas sus formas y pelear el buen combate de la fe.
Los enfermos son ungidos en la frente y en las manos para que el Espíritu los conforta en su debilidad y los conforme con Cristo paciente.
En el bautismo, la confirmación y la ordenación, el Santo Crisma se desborda sobre nosotros y nos colma con el perfume del Señor para ser santos como Él es santo.
Es decir, nos infunde su mismo amor, aquel que lo impulsó a caminar, a predicar, a inventar las parábolas para relatar la bondad del Padre; a acercarse a los heridos del camino para curar, perdonar y humanizar.
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¿Hacia dónde nos lleva el dinamismo misionero del Espíritu que recibimos en los sacramentos y que Cristo resucitado continuamente exhala sobre su Iglesia?
Queridos hermanos y amigos: la respuesta nos es complicada, aunque sí de consecuencias que se proyectan en todas las dimensiones de la vida.
El Don de Dios pretende hacer de nosotros hombres y mujeres del Espíritu.
El Espíritu trae a nosotros la libertad de Dios, la que Jesús ha vivido a fondo. Nos da su mismo impulso de amor y de amistad, de mansedumbre y de misericordia. Nos colma con la alegría y la paz de Dios.
Misión no es lo que hacemos, sino lo que somos. Así en Jesús, el Enviado del Padre, como en nosotros, sus discípulos misioneros.
Añado ahora: la misión nos es dada, no es fruto de nuestro ingenio o de nuestros cálculos. No nos la autoimponemos. Viene a nosotros desde Otro. Es el “nombre nuevo” que recibimos del Padre por el Hijo en el Espíritu. Se nos revela en la oración, pronunciado con amor por los labios de Cristo. Nos es dado. Es don.
Nunca ha existido el auto bautismo. Siempre alguien tiene que sumergirnos en la fuente bautismal y ungirnos con el Crisma. El gesto visible, en la dinámica del sacramento, expresa el misterio invisible: Dios es quien nos llama y nos envía.
No podemos, por tanto, apropiarnos de la misión como si de una posesión personal se tratara. Mucho menos de la misión pastoral, empezando por el obispo.
El Evangelio es de Jesús. Nosotros solo somos sus testigos y predicadores.
La Iglesia es del Señor. Nosotros somos simples siervos que cumplimos nuestro deber.
La vida de las personas no nos pertenece. Es don de la Trinidad que nos toca cuidar y por la que, un día, tendremos que responder.
Tenemos que permanecer siempre discípulos, aprendices y oyentes; abiertos a la acción del Espíritu. Se puede decir esto de una sola vez: ORANTES, permanecer siempre orantes.
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Este es también el sentido del lema de este Año Misionero: “Con vos, María, misioneros del Evangelio”.
Una vez más es Nuestra Señora la que encarna plenamente lo que estamos llamados a vivir. Mirésmosla a ella. Ella nos enseña a ser hombres y mujeres del Espíritu.
Cada tarde hacemos nuestro su Magnificat. Con ella entramos gozosos en el misterio de nuestra pobreza, incluso de nuestras humillantes flaquezas, para dejar libre en nosotros el poder de Dios.
Por el contrario, cuando sacralizamos nuestras ideas y proyectos y, sobre todo, nuestro modo de ejercer el poder, dejándonos ganar por la arrogancia, la manipulación y la prepotencia, convertimos nuestras pobres realizaciones en un ídolo vano, cruel y miserable.
Las dificultades y crisis que hoy experimenta la Iglesia tienen aquí una de sus raíces más hondas y resistentes: confundir misión con poder, haciendo de éste un ídolo esclavizante.
La unción del Espíritu que hemos recibido del Señor nos está llamando a una profunda conversión pastoral. Es mucho más que cambio de estructuras y procedimientos. Es un rotundo cambio de nuestra cultura eclesial, ante todo del modo como, obispos y presbíteros venimos ejerciendo el ministerio pastoral.
Es, sin embargo, una operación espiritual que incumbe e involucra a todo es Pueblo de Dios. Hasta tanto cada bautizado-confirmado no se reconozca sujeto responsable del Evangelio, nuestra Iglesia seguirá patinando en el mismo sitio.
Soy Misión. Somos Misión. Cada uno y todos.
¿No está trabajando el Espíritu en esta dirección?
En unos días vamos a participar de la beatificación de cuatro mártires argentinos: un obispo, un sacerdote religioso, un presbítero secular misionero y un laico, padre de familia, catequista y comprometido servidor de los más pobres.
Por ahí va la cosa.
No vivieron ni murieron por una Iglesia que se mira a sí misma y busca autopreservarse, sino por una Iglesia descentrada de sí y con la mirada fija en Jesús, su Esposo y Señor.
Una Iglesia servidora al estilo de Jesús: cercana a los pobres, a los vulnerables y sufrientes; una Iglesia alegre, pero con la alegría de la Pascua del Señor, hecha de cruz y de entrega.
Animémonos a caminar juntos estos senderos que son los del Evangelio.
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