Anunciación del Señor – Jornada del niño por nacer

Homilía en la catedral de San Francisco – 25 de marzo de 2019

Hemos vuelto a escuchar, una vez más, el relato evangélico del anuncio del ángel a María. Es uno de los textos más leídos en la liturgia. Y no nos cansamos de escucharlo. Nos hace mucho bien, entre otras cosas, porque le devuelve humanidad a María.

La sentimos cercana a nuestro camino como hombres y mujeres concretos, al modo como vivimos la fe, a nuestros gozos, luchas e ilusiones.

Tal vez tengamos que reconocer que, la piedad y el cariño nos han llevado a los cristianos a honrar a Nuestra Señora con títulos, formas de culto y de representación que, si nos descuidamos, al menos en algunos puntos, no terminan de manifestar el esplendor de su verdad. O, al menos, no logran ser expresivos para nuestra sensibilidad actual.

Por eso, volver a la Escritura y a lo que ella nos dice de la madre de Jesús resulta siempre tan saludable. Esos relatos siguen teniendo la frescura que les da el Espíritu. Nos hablan con una elocuencia inigualable. Lo hemos experimentado el pasado Año Mariano Diocesano.

*     *     *

¿Cómo aparece María en el relato de la anunciación que acabamos de escuchar?

Como he posteado esta mañana, en la anunciación, María aparece rompiendo algunos de los estereotipos culturales que reducen el rol y la dignidad de las mujeres.

Señalo tres: en primer lugar, la que rebaja a la mujer a la condición de objeto, de posesión y de uso. En segundo lugar, la que la presenta como fuente de impureza, tentación y caída; la mira, por tanto, con sospecha, porque desconfía de su sexualidad. En tercer lugar, y como una consecuencia de lo anterior, la que la eleva por encima de la humanidad, rodeándola de un áurea edulcorada de romanticismo sensiblero.

El evangelio nos presenta a María, ante todo, como una mujer de fe. Una creyente cabal, no crédula. Es decir, como alguien que ha crecido en la tradición vigorosa de su pueblo: buscadora de Dios, lectora atenta y orante de las Santas Escrituras; adiestrada en la escucha, en el diálogo de fe con Dios, sin miedos ni complejos. Consciente de lo que vive, sabe identificar qué le pasa, qué tiene delante y qué desafíos se le abren ante la propuesta que recibe. Pregunta, inquiere y, cuando ha logrado madurar su respuesta, se entrega sin reservas.

De ella se puede decir lo que Jesús, años después, les dirá a sus discípulos: María no vuelve para atrás, su mirada está fija en el arado. Su “¡hágase!” no es reacción emocional improvisada, sino todo lo contrario: ha crecido en ella la Palabra que ilumina su vida y, en la misma proporción, su “amén” lúcido y cada vez más total y profundo.

En ese “Amén, hágase en mí”, María ha alcanzado la estatura de mujer crecientemente libre y adulta.

Así, María ha sabido ocupar su lugar en el plan de Dios, sin infantilismos, apocamientos o complejos. En ella, vocación y misión se funden hasta formar una solidísima realidad con su misma persona. Ella es la más perfecta discípula misionera de Jesús, parafraseando Aparecida.

En este Año Misionero Diocesano, lógica continuación del Año Mariano, nos volvemos a ella para reavivar o, si es el caso, conocer nuestra vocación y misión como discípulos misioneros de Jesús y su Evangelio.

*     *     *

Uno de los signos de los tiempos más fuertes que hoy caracterizan el caminar de la humanidad es precisamente la lucha de las mujeres por lograr su emancipación y el reconocimiento de su dignidad de personas.

Es cierto que el feminismo tiene muchos rostros y que algunas de sus expresiones resultan difícilmente compatibles con el humanismo cristiano. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer la sintonía de su lucha de fondo por la dignidad de la mujer con el Evangelio de Jesucristo que predica la Iglesia.

Siempre será una ardua tarea de la fe cristiana discernir la verdad, el bien y la justicia presentes en toda lucha humana de las formas ideológicas con que se expresan (conceptos, eslóganes, símbolos). Mientras adherimos a todo lo que es justo en aquellas, necesitamos ser críticos con estas, tomando incluso distancia o rechazándolas, en todo o en parte, cuando resulten una interpretación equivocada de la realidad.

En definitiva, el terreno común donde todos nos tenemos que poder encontrar es la vida concreta de hombres y mujeres, especialmente si heridos y vulnerados en sus derechos.

En este humus del humanismo cristiano es en el que ha germinado la convicción que no hay vidas más dignas que otras y que siempre salvar toda vida humana es el norte para seguir.

Cada año, al celebrar la Encarnación del Hijo de Dios en María por obra del Espíritu Santo, los ojos de la fe contemplan este misterio con la mirada de nuestra Señora. Esa vida que ella siente que comienza a crecer en su cuerpo nos habla de la dignidad de todo “niño por nacer”.

Como la de tantos (se cuentan por millones), la vida de este niño y de su madre estarán amenazadas desde el comienzo. Involucrarse con la dignidad de esas dos vidas será la misión de José el artesano. A la destreza de sus manos se unirán su alma noble y su corazón decidido al servicio del designio salvador de Dios.

Hoy, ante los inmensos desafíos que tenemos como sociedad, necesitamos esa nobleza y ese valor para luchar por la dignidad de toda vida: la de los niños por nacer, la de las niñas y niños violentados por diversas formas de abuso, las de varones y mujeres sumergidos en la pobreza, la de quienes no aciertan con encontrar una luz de esperanza para sus vidas.

No vivimos en un mundo ideal. Las cosas nunca son como quisiéramos. La realidad siempre es dura, más limitada y frágil de lo que estamos dispuestos a aceptar. Nos desafía a empresas arduas para alcanzar el bien posible, aquí y ahora, con los recursos que tenemos, pocos o muchos. No es raro que, en ocasiones, nos enfrentemos a decisiones complejas y difíciles.

En buena medida, toda causa justa -como ocurre con la causa de la dignidad de la mujer- nos ha ayudado a ver cuánto de nuestras estructuras, esquemas y criterios necesitan ser purificados para que ayuden al desarrollo integral del ser humano, creado a imagen de Dios pero también confiado a la potencia creadora de la cultura.

Los discípulos de Jesús, varones y mujeres, sabemos que la plena realización de la humanidad está viniendo a nosotros. Está en el Futuro (con mayúsculas), el que ya ha comenzado a afirmarse en la historia cuando Jesús fue resucitado de entre los muertos. Por eso, no tenemos miedo a ningún cambio ni transformación que resulte en una verdadera humanización de nuestra vida. Tampoco a sumarnos a toda causa justa por el ser humano y su dignidad.

Miramos a Cristo, pues en Él encontramos la medida de todo lo que es auténticamente humano. De su Espíritu recibimos el auxilio necesario para emprender, cada día, la tarea nunca acabada de edificar una sociedad más justa.

Al celebrar la “Jornada del Niño por Nacer”, reafirmemos nuestro compromiso con la Vida.

Amén.