Creo en un Dios que espera peras del olmo

«La Voz de San Justo», domingo 24 de marzo de 2019

«Padre de misericordia y origen de todo bien, que, en el ayuno, la oración y la limosna nos muestras el remedio del pecado, mira con agrado el reconocimiento de nuestra pequeñez, para que seamos aliviados por tu misericordia quienes nos humillamos interiormente» (Oración de la liturgia del tercer domingo de Cuaresma).


«Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás» (Lc 13,9).

La sabiduría popular puede ser muy popular pero no siempre es tan sabia. Ejemplo: el dicho, repetido hasta el cansancio, de que no “no hay que pedirle peras al olmo”.

Nadie va a negar que, para buena parte de las cosas de la vida, este dicho acierta. Expresa un sano realismo ante las posibilidades, normalmente limitadas que tenemos los seres humanos. Hay condicionamientos en buena medida irreversibles que aconsejan que no pidamos peras al olmo.

La Cuaresma, sin embargo, se rige por una lógica diversa. La del Evangelio. Lo enseña Jesús este domingo. Pone en boca del empleado de una viña, lo que realmente siente Dios cuando mira al mundo y, sobre todo, al ser humano. Y, especialmente, cuando mira la impotencia humana, sus límites y -¿porqué no?- su inveterada estupidez.

Ante una higuera que no ha dado fruto y la sensata decisión del dueño de la viña de arrancarla, este labrador, conocedor de la tierra y de la potencialidad de la savia por momentos dormida, dice: «Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás» (Lc 13,9).

Cuaresma es ese tiempo, breve pero intenso, para abrir una pequeña puerta para que entre la luz en nuestra vida. Es lo que pedimos en la oración de este domingo: “el reconocimiento de nuestra pequeñez”.

¿Es indigno y humillante reconocer la propia pequeñez? Puede ser. No lo niego. Sobre todo, en algunos momentos.

Mirémoslo desde este punto de vista: reconocerse pequeño es aceptar que, junto a mí, hay otros… y hay Otro. Y que, con esos “otros”, puedo tejer una red de vasos comunicantes, por la que pasa la savia que nos resucita.

¿Me permiten una confesión de fe cuaresmal? Aquí va: “Creo en un Dios que espera peras del olmo. Amén”. Y, esa espera es potente…