Miremos a Brochero. Contemplemos a Jesucristo.

Homilía en la Memoria de San José Gabriel del Rosario Brochero, patrono del Clero argentino – Arroyito, 16 de marzo de 2019

“Así habla el Señor: ¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él” (Ez 34, 11).

Miremos a Brochero, pero que nuestra mirada no se detenga en él.

Y si lo hacemos, el mismo Cura nos toma de la mano, nos dirige uno de sus pícaros dichos y nos vuelve a poner en el buen camino.

“Vengo a traerles música”, les decía a sus serranos cuando, mate y amistad de por medio, los arrimaba al Evangelio.

Esa es la única música que llenaba su alma, la que lo había conquistado y cuya melodía él repetía, con su vida ante que con sus labios.

¿O no lo decimos en cada Misa cuando, al llegar a la gran Plegaria eucarística, nos unimos al coro de los ángeles y santos para cantar la santidad del Dios tres veces santo, cuyo rostro misericordioso resplandece en la Pascua de Jesús?

Todo en San José Gabriel se orienta hacia Jesucristo, el verdadero Pastor.

Pastorear al pueblo, buscarlo, ocuparse de él, librarlo de la dispersión; reunirlo, apacentarlo y hacerlo descansar “en verdes praderas”. Todo ello es obra exclusiva del Dios Pastor. Nadie lo iguala. Nadie se puede atribuir esa misión.

Conmemoramos al Santo Cura Brochero, pero celebramos a Jesucristo.

Jesús es el Pastor. Él es el único y verdadero Sacerdote.

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Ahora, con la mirada fija en Jesús, de la mano del Santo Cura Brochero, permítanme que les hable de la vocación al ministerio pastoral de los sacerdotes.

Ya hemos dicho lo fundamental: hay un único Sacerdote, los demás somos sus ministros, llamados a ser transparencia del Buen Pastor, signos visibles de su alma inquieta que busca, encuentra y cura a las ovejas perdidas y descarriadas.

Ser cura no es una profesión liberal, es decir: no es algo que nosotros elegimos después de evaluar nuestros gustos y cualidades.

Hacerse cura no responde a la pregunta: y yo, ¿para qué sirvo? ¿En qué voy a ser feliz, pleno y fecundo?

Claro que un hombre que empieza a sentir la llamada al sacerdote siente que esas preguntas lo escuecen por dentro.

Puede incluso que sean el disparador de un camino vocacional que lo lleva al Seminario -como le ocurrió un día al joven José Gabriel- y, más adelante, a la ordenación sacerdotal.

Si ese joven es honesto. Si cruza el Mar Rojo de la fe y comienza a dejarse llevar, entregando realmente las riendas de su vida al Señor, ahí comienza a comprender que está en ese camino solo porque Él lo ama y lo llama.

Pero hay más: si esa experiencia cala hondo y comienza a transformarse en el suelo sobre el que se edifica la propia vida, ese aprendiz de cura comienza a comprender que ni siquiera allí se detiene la sabiduría amorosa de Dios.

Comienza a comprender -como un día la ocurrió a Moisés- que es cura porque el Dios Pastor ama a su pueblo; y lo ama con un amor apasionado y celoso que lo lleva siempre al extremo de la locura.

Es locura tiene una fisonomía muy concreta y definida: es la cruz redentora de Cristo.

Brochero lo comprenderá cabalmente al final de sus días: «Pero es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios Nuestro Señor en desocuparme por completo de la vida activa y dejarme con la vida pasiva; quiero decir que Dios me da la ocupación de buscar mi último fin y de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo».

Brochero se ha hecho una sola cosa con el Dios Pastor, con Jesucristo Sacerdote, con el Cordero manso e inocente, que se ha dejado inmolar por amor.

En realidad, San José Gabriel aprendió, a lo largo de su vida y ministerio a vivir así: siempre al lado de los pobres, serrano entre los serranos, aspirando solo a que Jesús y su Evangelio calaran hondo en el alma de sus serranos.

Ese amor grande es lo que el Espíritu infundió el día de su ordenación sacerdotal. Solo que en él, encontró un alma noble, sencilla y humilde que lo dejó echar raíces, cada vez más hondas en su vida.

Al suplicar por las vocaciones sacerdotales y por la santidad de nuestros curas, miremos a Brochero y, de su mano, vayamos a Jesucristo para que Él nos dé a todos su Espíritu.

Y no olvidemos a María, la Purísima. ¿Quién de nosotros puede poner en duda que fue ella la que modeló como madre, catequista y maestra espiritual el alma noble de Brochero?

Hace con nosotros lo mismo.

A ella también nos volvemos con confianza, para decirle: “Bendita sea tu pureza…”