
“Después, Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lc 8,1-3).
Para María Magdalena, el encuentro con Jesús significó: libertad, vida y dignidad. Lo experimentó también aquella otra mujer enferma y desahuciada que tocó el manto de Jesús. El evangelista nos dice que Jesús “se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él” (Mc 5, 30).
El encuentro con Jesús cambió la vida de esas mujeres, pero también lo afectó a Él. Ellas no resultaron indiferentes para este varón singular por su porte, su mirada y sus sentimientos. Su sensibilidad le hacía comprender a fondo el corazón humano, especialmente si herido u oprimido.
Es bueno recordarlo hoy, uniéndonos a la celebración del Día de la Mujer.
Los discípulos de Jesús, varones y mujeres, volvemos al Evangelio. Allí encontramos plasmado en forma de relato, anuncio y esperanza el sueño de Dios para nuestra humanidad: «Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer» (Gn 1, 27). Iguales en dignidad, su diversidad es una invitación a la reciprocidad.
En los pasos de Jesús, este sueño se abre camino. A varones y mujeres nos invita a seguirlo, nos incorpora a su camino como amigos y compañeros, compartiendo con nosotros su misma misión.
Y lo hace en un mundo lacerado por injusticias, discriminaciones y violencias que hieren, con particular ensañamiento, a las mujeres. Como también a los más vulnerables: los niños, los ancianos, los refugiados, y un largo etcétera.
En la raíz de toda injusticia está la voluntad de poder del que, sintiéndose impune, busca afirmarse a sí mismo reduciendo a los demás.
Jesús condenado, torturado y crucificado, hace suyo el dolor y las heridas de todas las víctimas inocentes de ese poder demoníaco. Resucitado de entre los muertos, las cicatrices de su cuerpo nos dicen que la Vida vence, cura y no deja caer en el olvido ninguna lágrima.
Como Iglesia, en esta Cuaresma y, sobre todo, en Pascua volvemos la mirada hacia Él. Hoy, más que nunca, lo hacemos con profundo dolor, vergüenza y quebranto. También entre nosotros, la mundanidad del poder como dominio ha prevalecido sobre el servicio que cuida la vida.
Acerquémonos desde aquí, con humildad y sin altanería, a las aspiraciones genuinas que animan este verdadero “signo de los tiempos” que es la lucha por la dignidad de la mujer.
Se pueden discutir palabras y conceptos. En una sociedad abierta es necesario dejar espacio para el debate y la más libre circulación de ideas y perspectivas.
Una cosa son los sistemas ideológicos con sus conceptos, símbolos y eslóganes. Ahí podemos disentir. Pero, por encima de todo, tenemos que encontrar un espacio de convergencia: el rostro concreto de las mujeres y de todos los que son víctimas de cualquier forma de injusticia o violencia.
Jesús y su Evangelio nos llevan hasta ese lugar concreto, humano y real. Volvamos pues al Evangelio. En última instancia, estamos en Cuaresma, tiempo de conversión.
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