Más derecho. Más justicia. Más Evangelio

El Papa Francisco, el cardenal Cupich y la Dra. Linda Ghisoti

El abuso sexual es un crimen. El abusador es un delincuente.

Como tal, el delito del abuso afecta el orden público de la sociedad. Es una grave injusticia. Lesiona la dignidad de la persona. De ahí que reclame la intervención de la justicia, con sus tiempos, procedimientos y sanciones proporcionadas al delito con sus atenuantes y agravantes.

Reconocer sin ambages la naturaleza criminal del abuso sexual a personas vulnerables, cometido por clérigos, ha sido un paso clave para la Iglesia. Un verdadero punto de no retorno. De aquí se siguen consecuencias precisas; seguramente onerosas, pero saludables para todos. Entre otras, una que merece ser destacada: el primado de la justicia secular a la hora de esclarecer este delito atribuido a un clérigo (diácono, presbítero u obispo).

No que la Iglesia no pueda intervenir con sus procedimientos, tal como lo prescriben las normas canónicas. Si el delito ha sido cometido por un ministro sagrado, la Iglesia tiene el deber y el derecho de establecer las consecuencias de estos actos criminales para el ejercicio del ministerio. Una institución del significado y la magnitud de la Iglesia puede y debe controlarse a sí misma en este delicado punto. Pero no puede sola. Está inserta en la sociedad y forma parte de un entramado concreto de relaciones.

Aun con expresiones maximalistas, tienen razón las víctimas que reclaman que los líderes de la Iglesia no solo colaboremos con la justicia, sino que realmente nos subordinemos al ordenamiento penal de la sociedad a la que pertenecemos, en la que ejercemos nuestro ministerio y a la que, en última instancia, servimos desde el Evangelio.

¿Es esta una observación fríamente jurídica? ¿No tenemos que propiciar una lectura propiamente creyente de esta crisis?

Con una mirada intimista y espiritualista se ha repetido en ocasiones: “menos derecho y más evangelio”. Ya Benedicto XVI decía que ese desprecio del derecho, especialmente el penal, era un de las causas por las que la plaga de los abusos se ha difundido en la Iglesia.

Aquí pretendo dar una vuelta de tuerca más. No solo los obispos tenemos que aplicar las sabias normas canónicas de la Iglesia, especialmente las del capítulo penal de nuestro Código, sino que, atendiendo a este reconocimiento de la naturaleza delictiva del abuso de las personas, el recurso a la justicia secular es un paso ineludible. En estos términos se ha expresado, en su intervención de este viernes 22 de febrero, el cardenal Gracias:

El abuso sexual de menores y otras personas vulnerables no solo viola la ley divina y eclesiástica, sino que también es un comportamiento criminal público. La Iglesia no vive solo en un mundo aislado creado por ella. La Iglesia vive en el mundo y con el mundo. Aquellos que son culpables de un comportamiento criminal, en justicia tienen la obligación de rendir cuentas ante las autoridades civiles por dicho comportamiento. Aunque la Iglesia no es un agente del Estado, reconoce la autoridad legítima de la ley civil y del Estado. Por lo tanto, la Iglesia coopera con las autoridades civiles en estos asuntos para hacer justicia a los sobrevivientes y al orden civil.

Por su parte, el cardenal Cupich ha hecho, entre otras, esta sugerente propuesta: “La denuncia de un delito no debe verse obstaculizada por el secreto oficial o por normas de confidencialidad”. La apelación al “secreto pontificio” no puede interponerse como una barrera para la insoslayable acción de la justicia secular. Un punto verdaderamente crucial que merece reformas. Han sido explícitamente sugeridas en el Summit de Roma por la Dra. Linda Ghisoni, subsecretaria del Dicasterio para la Vida y los Laicos:

Será preciso revisar la normativa actual sobre el secreto pontificio de modo que éste tutele los valores que quiere proteger -la dignidad de las personas implicadas, la buena fama de cada uno, el bien de la Iglesia- y, al mismo tiempo, consienta el desarrollo de un clima de mayor transparencia y confianza, evitando la idea de que el secreto se utiliza para esconder los problemas en vez de para proteger los bienes en juego.

Lo que quiero hacer notar aquí es que este reconocimiento de la consistencia propia de la justicia del Estado, la Iglesia lo hace desde el núcleo mismo de su fe en Dios creador y redentor, pero también desde la conciencia que tiene de su propia naturaleza sacramental. Es lo que dice el cardenal Gracias: “La Iglesia no vive solo en un mundo aislado creado por ella. La Iglesia vive en el mundo y con el mundo”.

La real consistencia del mundo, su autonomía y la de sus instituciones (entre ellas: el estado y la justicia) no solo expresan la bondad de la creación, sino también la conciencia de que este mundo, marcado por la desobediencia del pecado, es también espacio de acción de la gracia del Espíritu Santo. Estamos escuchando su voz en la rebeldía de las víctimas, en la acción perseverante de los que investigan estos abusos; pero también en la reacción de muchos bautizados que, un poco por todas partes, están diciendo “basta” a los abusos y al manejo errado de los líderes eclesiales. Los pastores deberíamos ser dóciles a este llamado. ¿No nos recordó el Concilio que la Iglesia también aprende del mundo?

La Iglesia tiene conciencia de ser la visibilidad social en el mundo de la gracia invisible. Su modo de estar inserta en la sociedad no resulta indiferente para su misión salvífica. La Iglesia es canal de la gracia escuchando la Palabra, celebrando los sacramentos y también a través de la humillación penitencial que supone entrar en esta purificación y quebranto del corazón.

Mirémoslo desde otra perspectiva. Una de las víctimas señalaba en Roma, por estos días, que la iniciativa de este Encuentro convocado por el Papa no podría haberse realizado de no haber mediado el empeño perseverante de las víctimas-sobrevivientes para romper el silencio, hacerse oír e insistir en que se estaba gestionando de forma inadecuada esta crisis.

Yo añado que, sin el moderno estado secular, con su autonomía y la independencia de su sistema judicial respecto del poder eclesiástico; sin la acción investigativa de la prensa, como bien lo reconoció el Papa Francisco; sin una opinión pública que no deja pasar estos hechos, aun contando con una mirada sesgada; sin nada de esto, seguramente, en la Iglesia, no hubiéramos enfrentado esta crisis, y el sufrimiento seguiría destruyendo vidas.

Llegará la hora en que se verá más claro que, en todo este doloroso camino de penitencia, es Dios mismo el que está purificando a la Iglesia de los ídolos de poder y engreimiento que nos hemos construido. Tal vez esto lo vean con más nitidez generaciones posteriores. A nosotros, sin embargo, nos toca ser dóciles ahora al Espíritu. Cada uno de nosotros tiene que preguntarse qué espera Cristo de él, qué lugar irremplazable lo invita a ocupar en esta misión, qué cuota de penitencia reparadora está llamado a ofrecer, porque “cuando un miembro sufre, todos los demás sufren con él” (1 Co 12,26).