La alegría del amor


«La Voz de San Justo», domingo 20 de enero de 2019








“Como un joven se casa con una virgen,
así te desposará el que te reconstruye;
y como la esposa es la alegría de su esposo,
así serás tú la alegría de tu Dios”. (Is 62,5).





Este domingo, los cristianos escuchamos el relato de las Bodas de Caná (Jn 2,1-11). Es el primero de los siete signos que encontramos en la primera parte del evangelio de San Juan. Cada uno de ellos nos muestra un aspecto de la persona de Jesús.  En esta ocasión, el símbolo de las bodas nos ayuda a comprender quién es realmente Jesús y cuál es el sentido de su misión. Lo podemos resumir en dos palabras: amor y alegría.





Pero ¿podemos seguir hablando hoy de bodas, amor y alegría? ¿No es la relación entre el varón y la mujer, más allá de la poesía romántica, una de las fuentes más arraigadas de opresión? ¿No tendríamos que romper este estereotipo rígido dejando paso a relaciones más fluidas? ¿Puede realmente el ser humano vincularse con otro de esta manera? ¿O, irremediablemente, debemos contentarnos con la soledad, tibiamente aliviada por los consuelos fugaces del “poliamor”?





Se formulan estas u otras preguntas similares. Y se buscan respuestas. Se piensa y se escribe mucho al respecto. Los seres humanos somos así: no podemos dejar de buscar respuestas a nuestros interrogantes.





Junto a las respuestas reflexivas (insustituibles, por cierto), la mayoría de las personas intentamos resolver estas cuestiones en nuestra vida concreta. Allí crecen nuestros vínculos, más allá incluso de nuestras posturas ideológicas. Es la verdad de la vida que asoma su rostro toda vez que el amor comienza a germinar en el corazón.





A esa experiencia apela el mensaje del Evangelio. Dios mismo -que es amor- ha puesto esa pasión en nuestros corazones. Si nos sumergimos en los evangelios y dejamos que la persona misma de Jesús nos hable e interpele, es posible que podamos encontrar respuestas que nos pongan en el camino correcto.





Por ejemplo, la vida y pasión de Jesús nos muestran que solo en la “reciprocidad” el ser humano encuentra mucho de lo que busca. Reciprocidad quiere decir: si busco amor, tengo que estar dispuesto a amar. Si quiero ser tratado con humanidad, ofrezco aquello mismo que pido para mí. En la misma medida y con la misma intensidad. No pretendo ser dominio de nadie, pero también renuncio a poseer a otro como si fuera una cosa que me pertenece y de la que dispongo a voluntad.





Claro, el evangelio añade un plus fundamental: en Jesús, Dios ha sanado y salvado la capacidad de amar de los hombres.
El encuentro con ese amor gratuito es la fuente de la alegría más grande.