Las expresiones religiosas en los espacios públicos suscitan, cada vez, más reacciones. En nuestro país, por ejemplo, después del reciente debate sobre el aborto, la cuestión de la presencia pública de las religiones ha generado un clima polémico. Campañas como la separación Iglesia-Estado o las así llamadas “apostasías colectivas” son un signo de ello.

Un significativo campo de batalla de esta polémica son las redes sociales. Entrecruzarse de opiniones, diatribas, insultos, argumentaciones “ad hominem”, chicanas, etc. Pero también, aquí y allá, ideas más o menos sensatas.
Una última escaramuza ha tenido lugar en estos días navideños, pues el gobierno de la ciudad de Buenos Aires aceptó una propuesta de ACIERA, entidad que nuclea a varias Iglesias evangélicas, ha difundir por diversos medios públicos la frase: “Navidad es Jesús”.
La frase es bien conocida por los cristianos. Se usa, incluso como hashtag, desde hace varios años y con el objetivo de rescatar el perfil religioso y evangélico de la Navidad. Frente al consumo o lo que muchos juzgan una “paganización” de la fiesta del nacimiento de Cristo, resulta bueno recordar su origen y contenido religioso.
Entre las reacciones de crítica, me llamó la atención un Tuit del 23 de diciembre de la conocida escritora Claudia Piñeiro que es muy elocuente. Dice así:
“¿Hace falta explicar la diferencia entre que alguien diga “feliz navidad” a “navidad es Jesus”? De verdad? Uno es saludo, el otro propaganda religiosa”.
No voy a entrar en el fondo de la cuestión si es legítimo o no que en el espacio público se puedan dar este tipo de “propagandas religiosas”, al decir de Piñeiro. Solo apunto que no hay que confundir lo público con lo estatal; que el espacio público es de todos y todos tenemos derecho a expresarnos en él; y que el estado, en todo caso, debe regular para que nos respetemos y no se haga un uso indebido de lo que es de todos.
Quiero apuntar en otra dirección, que está también en el fondo de la cuestión. Lo formulo así: la sociedad plural configura un espacio público en el que se dan cita múltiples personas, grupos y voces. Esto nos plantea un desafío formidable como sociedad y como ciudadanos: aprender a convivir en la diferencia.
Es decir: la convivencia ciudadana supone un conjunto de virtudes: aceptación y respeto por el otro, alteridad y empatía, reciprocidad, tolerancia y trato justo, paciencia y disposición para salvar siempre la parte del otro, etc. No en última instancia, la convivencia ciudadana supone una cuota bastante alta de buen humor, que se nutre de esa capacidad tan humana de percibir y relativizar solemnes incoherencias, desproporción entre lo que se aspira, dice y obra, etc.
Entre paréntesis: el humor siempre va de la mano de la fina ironía e incluso de algunos márgenes legítimos de sátira y crítica mordaz. Límites siempre imprecisos que, en ocasiones, se precipitan hacia esa frontera del agravio gratuito. De todos modos, que existan estas expresiones agraviantes es el alto precio que tenemos que pagar por ser realmente libres. Cierro el paréntesis.
Creyentes y no creyentes, laicos y religiosos tenemos que crecer en nuestra capacidad de convivir y de aceptar que en el espacio público que compartimos no es justo que tengamos que suprimir nuestra condición de tales, por ejemplo, jugando a que los creyentes, para ser ciudadanos, tenemos que aparecer como ateos (por unos instantes, pero “de mentirita”), o al revés.
Aceptar que el espacio público que construimos cada día, en ocasiones se convierte en una plaza en la que todos hablamos a la vez, sin comprendernos del todo, pero que, también en otros momentos, se puede dar el diálogo sereno y, sobre todo, esa experiencia altamente ciudadana que nos permite, en la diferencia, reconocer que somos sujetos, semejantes y compañeros de camino.
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