Navidad, dignidad y democracia

Enseguida explico las dos o tres ideas que quiero compartir con ustedes en esta fecha, recordando aquel 10 de diciembre de 1983 que algunos custodiamos en nuestra memoria con una mezcla de respeto y nostalgia ciudadanas.

Ahora quiero ir al hueso de lo que me moviliza. Lo formulo así: A treinta y cinco años de haber “recuperado la democracia”, ¡cómo se extraña un gran acuerdo de fondo entre todos los ciudadanos argentinos! Un acuerdo sobre valores compartidos y unos pocos caminos comunes para concretarlos.

Lo tenía que decir. Es lo que me agita más hondamente. Creo saber cuáles son las críticas a este planteo ¿ingenuo, principista e idealista? Sé también que, en tiempos electorales, cuando los leones se vuelven herbívoros y las encuestas dictan cátedra de corto plazo, este tipo de planteos suenan extraños.

Solo me queda decir: ¡viva la libertad de conciencia y de expresión! Mientras podamos, usemos de ellas… Pero, estemos alerta. Los enemigos de la libertad suelen encontrar razones para ahogarla.

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Ahora a lo que quería compartir con ustedes.

Para esta conmemoración, se me ocurrió hace un tiempo releer el radiomensaje de Pío XII en la Navidad de 1944. Era la sexta y última Navidad de una Europa devastada por la guerra.

En medio de esa destrucción, el Papa Pacelli ve una señal de esperanza. Lo expresa así: “Una idea, una voluntad cada día más clara y firme surge de una falange, cada vez mayor, de nobles espíritus: hacer de esta guerra mundial, de este universal desbarajuste el punto de partida de una era nueva, para la renovación profunda, la reordenación total del mundo”.

El sabio Pontífice observa cómo, mientras los ejércitos siguen contendiendo, “los hombres de gobierno… se reúnen en coloquios y conferencias, para determinar los derechos y los deberes fundamentales sobre los que se debería reedificar una unión de los Estados, para trazar el camino hacia un porvenir mejor, más seguro, más digno de la humanidad”.

¿Solo reconstruir edificios? No, claro. La guerra dejaba heridos los cuerpos y las almas. La reconstrucción se presentaba, ante todo, como una empresa espiritual y ética. El mundo necesitaría movilizar sus energías más preciosas para esta tarea sobrehumana.

Europa, por su parte, tenía a disposición ese patrimonio espiritual inmenso que es el humanismo sobre el que había edificado sus mejores logros. Ahora había que ponerlo en juego nuevamente.

Pío XII ofrece su aportación. Abrevando en las caudalosas fuentes del humanismo cristiano, el Santo Padre reflexiona sobre la democracia. Se enfoca en dos puntos: qué tipo de ciudadanos requiere lo que hoy llamaríamos la “cultura democrática” y, por ende, qué tipo de dirigentes políticos supone la misma.

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Antes de seguir, una aclaración importante: la de Pío XII no será la última palabra de la Iglesia sobre el tema. Apenas caído el Muro de Berlín, San Juan Pablo II ofrecerá, en la gran encíclica Centessimus annus, una actualización de la enseñanza católica, superando algunos límites del discurso de su sabio predecesor. ¿En qué punto? En uno fundamental: mientras que Pío XII parecía condicionar la aceptación de la democracia a que esta asumiera la visión del hombre, la justicia y el bien común del cristianismo, el Papa Wojtyla solo lo indicará como una condición para el funcionamiento correcto del sistema democrático. Este tiene, en sí mismo, su propia legitimidad porque pone en el centro la dignidad de la persona humana, sus derechos y deberes, asume el estado de derecho y la división de poderes. No es una diferencia menor.

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El Papa Pacelli comienza tomando nota de un hecho: “los pueblos… se han como despertado de un prolongado letargo. Ante el Estado, ante los gobernantes han adoptado una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada”.

La experiencia vivida los ha aleccionado a exigir un sistema de gobierno que respete la dignidad de los ciudadanos. Precisamente, el no haber vigilado mejor a los poderosos y sus desbordes autoritarios es lo que ha precipitado el mundo a la guerra.

Anota entonces: “¿hay acaso que maravillarse de que la tendencia democrática inunde los pueblos y obtenga fácilmente la aprobación y el asenso de los que aspiran a colaborar más eficazmente en los destinos de los individuos y de la sociedad?”.

¿Cuáles son entonces las condiciones que hacen más sana y equilibrada a una verdadera democracia, en todas las posiblesformas en que esta se puede realizar?

Dos derechos son fundamentales, desde la perspectiva del ciudadano: dar la propia opinión y, en consecuencia, no verse obligado a obedecer sin antes haber sido oído. Aquí hay una preciosa indicación, algo así como un presupuesto antropológico ineludible para una democracia con buena salud: que el ciudadano sea sujeto con opinión propia, fundada y formada a conciencia; que la pueda manifestar y, a través de medios justos, hacerla valer para dar su contribución al bien común.

No hay democracia con autómatas sino con ciudadanos libres, activos, responsables y conscientes. Aquí surge inevitable una cuestión: hoy por hoy, ¿qué condiciones hacen posible semejante altura espiritual y ética de los individuos? ¿Cómo ser realmente libres habida cuenta de la presión constante que lo políticamente correcto ejerce desde sus cátedras indiscutibles, en los medios, los centros de poder y de opinión?

A continuación, el Papa Pacelli enhebra un discurso en el que, con precisión de orfebre, caracteriza una condición indispensable para que la vía democrática sea posible y el Estado no degenere en totalitarismo: que el conjunto de los ciudadanos deje de ser una masa amorfa, inerte y dúctil, presa fácil de líderes tóxicos y autoritarios, y sea realmente un pueblo con vida propia.

“El pueblo – señala el Pontífice- vive de la plenitud de la vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales – en su propio puesto y a su manera – es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias… En un pueblo digno de tal nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás”.

Por el contrario, cuando una democracia no cuida la calidad del ciudadano como sujeto personal, libre, activo y responsable, libertad e igualdad se deforman hasta convertirse en un triste remedo.

Pienso que, bien leídas estas reflexiones del Papa Pacelli, pueden ayudarnos a afinar nuestra mirada y, sobre todo, a tener lucidez crítica ante el emerger de formas nuevas de populismo, tanto de izquierdas como de derechas.
De los párrafos que Pío XII dedica a la descripción de las características de los hombres y mujeres que deben ejercer el poder público en las democracias, solo resalto la centralidad que da a los legisladores, miembros de los parlamentos.
La buena salud de una democracia depende, como de una condición indispensable, de la calidad de sus parlamentarios. Y esta condición, a su vez, remite a otra: la buena salud espiritual y ética de los ciudadanos que conforman un pueblo.

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No me extiendo más.

Solo una anotación final.

Releyendo el Mensaje para redondear estas ideas, me percaté de esta frase, escrita al inicio del texto pontificio: “Navidad es la fiesta de la dignidad humana”.
De ahí el título de esta columna: Navidad, dignidad y democracia.

Solo eso.