«La Voz de San Justo», domingo 9 de diciembre de 2018
“Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía que soñábamos: nuestra boca se llenó de risas y nuestros labios, de canciones… Los que siembran entre lágrimas cosecharán entre canciones” (Salmo 125, 1-2.5).
Hace dos mil quinientos años que fueron escritas estas palabras. Reflejan una de las experiencias más traumáticas de los habitantes de Jerusalén: la destrucción de la ciudad, la deportación a Asiria y el regreso a la patria, al cabo de un penoso exilio.
Pienso que esa palabra (“exilio”) no tendría que existir en ningún idioma. Sin embargo, ahí está, para indicar una de las crueldades más grandes los hombres podamos infringirnos: obligar a alguien a dejar su tierra, su querencia, para marcharse lejos, tal vez con la posibilidad de que nunca se dé el retorno.
¿No hemos jugueteado irresponsablemente en Argentina con esa posibilidad? “¿No dijiste que, si ganaba las elecciones tal o cual candidato, te ibas a ir del país? Ganó, ¿por qué no te vas?” Las horas más oscuras de la historia humana – también la nuestra – suelen tener sabor de exilio. La memoria de tantos exiliados ¿no ha logrado romper nuestros odios?
Las estrofas del salmo que comentamos adquirieron una dolorosa actualidad cuando se convirtió en la oración de aquellos judíos que habían podido escapar de los campos, las cámaras y los hornos. Dejaban atrás el dolor, sus muertos y el odio. Tenían por delante la tierra prometida y un futuro que le había sido negado a millones. La alegría de la salvación no podía dejar de abrir paso a la responsabilidad de saberse sobrevivientes de semejante holocausto.
Este domingo, la liturgia de Adviento, al poner en nuestros labios las estrofas del Salmo 125, nos hace rezar todos esos exilios: los nuestros y los de toda la humanidad.
Una de las características más significativas de los salmos es su humano realismo: el orante no se oculta nada de lo que siente, de lo que lo estruja por dentro. Y, sobre todo, no se lo oculta a Dios. Incluso más: es a Él a quien le dirige, una y otra vez, su interpelación airada y al borde de la desesperación. En los salmos no hay nada de afectación, diplomacia o acartonamiento.
Los salmos nos desnudan ante la mirada del Dios de Israel, a quien Jesús invoca como Padre. Nos desnudan delante de su Rostro. También de su Silencio. Nos llevan por eso al límite de nuestra humanidad. En la cruz, experimentando como nadie el abismo de la muerte, Jesús rezará con los salmos 21 y 31.
Cuando un cristiano reza con el Salmo 125, pone delante de la mirada de Dios todos sus exilios, pero con los ojos fijos en Jesús resucitado. Sabe que Dios ha cumplido todas sus promesas precisamente a través de su Hijo, muerto y resucitado.
La súplica: “¡Cambia, Señor, nuestra suerte como los torrentes del Négueb!”, ha sido escuchada. Todo orante, aún en los momentos más oscuros de su vida y en sus horas más desiertas, va a la oración sabiendo que no será defraudado. Sabe, con la sapiencia que da el corazón tocado por el Espíritu, que Dios está con él, siempre y en todo momento.
El Adviento nos invita a ir a fondo en esta experiencia espiritual.
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