Celebramos a la «Virgencita»

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

Clausura del Año Mariano Diocesano: 8 de diciembre de 2018

Soñamos un mundo nuevo, mejor, más humano, menos violento. Un mundo más justo.

Es un hermoso sueño, aunque, por momentos, parece que es solo eso: un bonito sueño, pero lejano o sencillamente irrealizable.

Nos despertamos y, con algo de resignación, volvemos a eso que llamamos realidad, a pelear la vida o, al menos, a tratar de sobrevivir.

Los hombres y mujeres de fe, aunque a veces nos sentimos interiormente sacudidos por dudas y temores, sabemos que Dios está, que Él es, nos mira y no deja de hacerse presente en nuestras vidas.

Dios es real. Es Razón providente, creadora y bondadosa. Y todo lo que surge de Él es esta realidad maravillosa que nos rodea, de la que nosotros somos parte, tanto como nuestros seres más queridos y cercanos. Pero también en aquellos que, por diversas razones, nos resultan extraños, lejanos o hasta incluso adversarios.

Una mamá o un papá mira a los ojos de su hijo y, en ellos, ve reflejada la belleza del Dios amor.

Es lo que vive, en profundidad, el que se deja mirar por Dios en la oración.

Es la experiencia del hombre o mujer de fe que reserva, cada jornada de su vida, al menos un momento para elevar su alma hacia Dios en la plegaria.

¿No es un misterio tremendamente consolador que, día tras día, de cada rincón de la tierra se levanten miles de manos en oración, por momentos confiada y agradecida, otras veces ansiosa o incluso sacudida por el dolor o la impotencia?

Pienso en tantos hombres y mujeres que, al cabo de muchas batallas, caen rendidos de cansancio y solo atinan a musitar un: “¡Basta ya! ¡No puedo más! ¡Señor, sálvame!”.

Pienso también en quienes han sido vencidos por esa fuerza misteriosa que habita el corazón humano y que nos arrastra, una y otra vez, a la frustración del pecado.

Pienso en esas caídas de esos hombres y mujeres, pero también en sus resurrecciones: cómo se levantan, sostenidos por la mirada de ese Dios vivo y verdadero al que saben realmente presente en sus vidas.

Pienso hoy, con especial angustia, en quienes ven peligrar las fuentes de su trabajo y, de esa manera, amenazada la vida de sus familias. Y cómo crece la decepción por la edificación de un orden justo en la sociedad, decepción que trae aparejada una siempre peligrosa desconfianza en la democracia y en el servicio indispensable al bien común que es la política.

Pienso en la solidaridad fraterna de aquellos que, en medio de esta cultura rabiosamente individualista que ha divinizado el éxito y el bienestar personal, saben romper los muros del egoísmo, tienden la mano, no tienen miedo de perder y se animan a compartir.

Pienso también en quienes, conscientes del profundo desprecio por la ley, las normas y las pautas civilizadas de convivencia, que parece ser un demonio que, de tanto en tanto, se apodera del alma argentina y nos lleva a límites insoportables de deshumanización, cada día se empeñan en caminar el buen camino del respeto irrestricto por el estado de derecho, la igualdad de todos ante la ley y la satisfacción que trae aparejado el trabajo bien realizado y el cumplimiento de las propias obligaciones.

Esas experiencias hondamente humanas quedan transfiguradas por la fe que se hace oración de alabanza, de súplica, de penitencia y de intercesión.

Este santuario que hoy visitamos como peregrinos atesora muchas de esas plegarias.

Aquí todos nos descalzamos de nuestra altanería.

Aquí nos descubrimos pobres, mendigos y hermanos que caminan juntos, unos al lado de los otros.

Aquí nos alcanza la mirada de María, nuestra “Virgencita”.

A lo largo de este Año Mariano Diocesano que hemos celebrado, esa mirada ha llegado lejos.

No solo porque las réplicas de la bendita imagen se han multiplicado y han recorrido los caminos de nuestras familias, comunidades e instituciones.

Hemos sentido que los ojos abiertos de María, luminosos, tiernos y humanos, han penetrado con su luz nuestras vidas.

Hermanos y hermanas: al concluir este Año Mariano, no puedo sino decir un fuerte:

¡GRACIAS, MARÍA!

Madre purísima de Concepción: nos hemos sentido bendecidos por tu presencia, una vez más.

Tú, como ya lo hicieras en el Cenáculo, has sostenido nuestro caminar vacilante con tu presencia materna y orante.

Tus inmensos ojos, bien abiertos para abarcar la vida de tus devotos, parecen prolongar su amplitud en tus hermosas manos, también ellas abiertas.

Sí, Madre, en esta bendita imagen, te vemos, a la vez, rezando y acogiendo las plegarias de tus peregrinos.

Nuestra oración, siempre pobre e incluso torpe, se hace una sola cosa con tu oración pura, transparente y sólida.

Cuando la Iglesia se reúne para adorar y celebrar el culto divino no puede sino tomar de tus labios, de tus manos y de tu corazón tu propia oración: cada tarde, la Iglesia celebra la Misericordia divina cantando el Magníficat que entonaste en la casa de Zacarías, Isabel y Juan.

Sí, también nosotros, Madre purísima, queremos engrandecer con nuestro canto al Dios de la vida que nos salva por medio de Jesucristo en la fuerza del Espíritu Santo.

Por eso, este Año Mariano que estamos clausurando dará paso a un Año Misionero Diocesano, cuyo lema será: “Con vos, María, misioneros del Evangelio”.

Los discípulos de Jesús, tras las huellas de María, su madre y la más perfecta de sus discípulos, no solo soñamos con un mundo mejor.

El Espíritu nos impulsa a ser obreros de ese mundo nuevo.

Dios está trabajando los corazones. Está recreando, con paciencia e ingenio divinos, esa nueva humanidad que ya resplandece en Jesucristo resucitado y en María elevada al cielo en cuerpo y alma.

Ese Espíritu nos lleva por todos los caminos para comunicar la alegría del Evangelio.

Nos lleva a estar junto a toda vida, especialmente la más amenazada, herida o vacilante.

En este santuario aprendemos esa sabia ley del Evangelio que nos muestra a María, imagen de la ternura de Dios, acogiendo a todos con exquisita delicadeza, ayudando a cada uno a caminar la fe, dando pasos de conversión y de renovación espiritual, sin violentar procesos ni quemar etapas, sino respetando el ritmo de cada uno.

Nuestra Iglesia diocesana ve así a María como imagen de lo que ella está llamada a ser, de cómo debe orar y misionar.

Misionar no es proselitismo. Tampoco es marketing. Mucho menos clientelismo que rebaja la dignidad de las personas.

Misionar es cantar. Solo cantar – poco importa si con buena voz – porque se tiene el corazón colmado de alegría. La que nace, espontánea y pura, de sentirse alcanzado por un amor gratuito e incondicional.

Por eso, María es la mejor y más perfecta figura misionera que tiene la Iglesia.

Ella nos enseña a cantar, a misionar, a caminar, a compartir.

A ella le confiamos el Año Misionero Diocesano que estamos a punto de comenzar.