Este año, el lema de la IIª Jornada Mundial de los pobres está tomado del Salmo 34: “Este pobre gritó, y el Señor lo escuchó” (Sal 34,7). El pobre grita, Dios lo escucha y lo libera. Estos tres verbos articulan el Mensaje del Papa Francisco.

El salmo es oración. El salmista es un pobre que cree en Dios y ora. En su angustia, se dirige al Dios amigo de los pobres. Se ha sentido escuchado y, ahora, lo cuenta para que otros que pasan por lo mismo, encuentren una puerta a la esperanza. Ha hecho la experiencia religiosa fundamental: para Dios, él no es un número o un objeto borroso. Él es un sujeto vivo, un “tú” al que Dios se dirige con atención. Con Él puede entablar un diálogo, hablar, escuchar y sentirse acogido.
Esta experiencia fundante ha sido recogida por la reflexión cristiana en uno de sus conceptos más significativos: el hombre es persona. Esa es su dignidad y así ha de ser tratado.
Cualquier mirada a la pobreza debe hacerse cargo de esta paradoja: nunca como en estos últimos cien años, tantos seres humanos han logrado salir de la pobreza. Por otra parte, nuestro tiempo ve crecer no solo la desigualdad sino también formas aberrantes de indiferencia y de “odio al pobre”. Pensemos, por ejemplo, en el crecimiento de la xenofobia o del rechazo del inmigrante. Algunas voces así ya comienzan a hacerse sentir entre nosotros.
En Argentina, además, el drama de una pobreza consolidada y creciente expresa como pocos nuestra propia decadencia espiritual, ética y cultural. Humanidad en crisis.
Los discípulos de Jesús, aún con miradas distintas sobre las causas de la pobreza y los remedios más eficaces para superarlas, tenemos un sólido punto de referencia: Cristo, nuestro Señor, se identifica con los pobres y, desde ellos clama e interpela. La opción por los pobres nace del núcleo de nuestra fe en Jesucristo.
La Jornada anual de los pobres tiene una finalidad precisa: a la vez que provocar nuestra reacción contra la cultura del descarte y la indiferencia, se propone propiciar la que el Papa llama: la cultura del encuentro. Eso significa: descubrirnos hijos y hermanos, sentados a la misma mesa, no por dádiva, sino por dignidad. La dignidad de hijos e hijas de Dios.
Ninguna ideología o programa político, por legítimo que sea, puede dejar de contar con la fuerza verdaderamente revolucionaria de esa experiencia, a la vez, religiosa y humana.
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