Simplemente humanos

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«Con todo el corazón, con toda el alma»

«La Voz de San Justo», domingo 4 de noviembre de 2018

“Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero…” (Ap 7,14).

El culto a los santos arrancó temprano. Y lo hizo como veneración por los mártires, es decir, los que derramaron su sangre en testimonio de fidelidad a Cristo. De ahí la imagen del Apocalipsis: blanquearon sus mantos en la sangre del Cordero.

El paso del tiempo irá añadiendo otras formas de testimonio que se harán merecedoras de veneración: los que, sin llegar a la muerte, sufrieron tormentos y son confesores de la fe; los monjes del desierto, los que permanecen vírgenes, los pastores santos, etc. La misma Iglesia irá calibrando mejor los procesos por los cuales reconoce la santidad de sus hijos e hijas.

Así se irá dibujando el rostro católico de la santidad: tan rico y variado como la vida misma; y, sin embargo, con un perfil característico e inconfundible. Cada santo o santa es como una tesela de un mosaico colorido con el Rostro de Cristo.

El evangelio de este domingo (cf. Mc 12,28b-34) nos ayuda a desvelar el misterio de la santidad cristiana: el santo es alguien que ha hecho experiencia del verdadero Dios, el Padre de Jesucristo, el que resucita los muertos. Lo ha escuchado y, así, ha dejado entrar la fuerza de su Espíritu en su vida. Y, dócil a su impulso, lo ha amado “con todo el corazón y con toda el alma, con todo su espíritu y con todas sus fuerzas”.

Y, en esa experiencia, el santo es un hombre o una mujer que ha logrado encontrar la mejor versión de sí mismo. Es un testigo de humanidad lograda. De ahí la permanente fascinación de su persona, incluso sobre quienes son escépticos con la religión o con la Iglesia. Los ídolos nos deforman, el encuentro con el Dios vivo nos humaniza.

Ese encuentro lo ha colmado y lo ha hecho profundamente libre. Por eso, el añadido que hace Jesús al mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas resulta la medida concreta de esa libertad: “y a tu prójimo como a vos mismo”. Es lo que realmente acredita que ha conocido realmente a Dios, no un sucedáneo, un placebo o, peor aún, un ídolo.

El verdadero culto a Dios está en el amor al prójimo. El encuentro con Dios ha liberado el corazón y las manos para buscar, de forma concreta y original, el bien del otro, especialmente del menos favorecido.

El rostro de la santidad cristiana es el del servicio hasta el fin o, como escribe con acierto el Papa Francisco: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»” (GeE 7).

¿Los santos? Simplemente humanos.