Iglesia y política: el desafío de construir cultura democrática

Muchos católicos se encuentran desconcertados, o incluso enojados, por gestos recientes de algunos sectores de la Iglesia.

Interpretan que se viene dando una indebida identificación entre la Iglesia y una determinada expresión de la vida política argentina: el peronismo, hoy en la oposición.

Pienso que es una lectura parcial y, por eso, no muy justa. Ese malestar, si embargo, es comprensible y atendible.

Por eso, a esos católicos desconcertados me gustaría decirles: no se sientan culpables si no están de acuerdo con algunos gestos, palabras o decisiones de sus hermanos en la fe, incluso si son sus pastores, en una materia tan importante, compleja y contingente como lo político-social.

Por supuesto, siempre hay que verificar si y en qué medida las propias percepciones tienen fundamento o no. Y estar más dispuestos a exculpar que a inculpar.

Por otra parte, la unanimidad de la fe católica en otros temas (la objetiva malicia moral del aborto, por ejemplo), aquí no se da.

Eso significa que existe una amplia libertad de acción, especialmente valiosa para la vocación y misión de los laicos.

En este punto, y huyendo de toda forma de clericalismo, los pastores tenemos que ser muy celosos en promover la libertad de acción que es propia de los laicos.

Como enseña el Papa Francisco, estamos “llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas” (AL 37).

Esto que vale para la moral matrimonial resulta especialmente significativo para la vida social, económica y política: el discernimiento es el camino de los discípulos de Cristo.

Y esto implica también que los católicos podamos expresarnos libremente, especialmente sobre aquellos asuntos que son materia opinable, en los que discrepamos y que pueden ser enriquecidos con diversidad de opiniones.

Semejante diálogo y discernimiento eclesiales nos precaverá del peligro siempre latente – en el que, por desgracia, en ocasiones hemos caído – de pretender ungir con la mística religiosa del Evangelio alguna determinada expresión política.

Hoy, en la Argentina, ninguna expresión política partidaria puede reclamar para sí la franquicia de la doctrina social de la Iglesia. Y, lo más seguro, es que eso no se dé nunca. Lo cual es, por otra parte, muy bueno. Cuando la política y la religión se mezclan indebidamente, todos perdemos. Necesitamos estar atentos.

En su momento lo señaló Benedicto XVI a los católicos alemanes: aunque dramáticos, los procesos de secularización han solido dejar una Iglesia más pobre, con menos poder mundano, pero también más libre y fiel al Evangelio.

No tenemos otro camino que fatigarnos en el discernimiento para iluminar nuestra conciencia y tomar, de vez en vez, las decisiones concretas que hagan posible edificar el orden político más justo posible, aquí y ahora. Y abiertos a las nuevas realidades que nos desafían.

Esto ha sido siempre valioso. Lo es mucho más en una sociedad como la argentina que vive procesos legítimos de secularización y de pluralidad política e ideológica.

En este contexto, la palabra y los gestos de la Iglesia, especialmente de sus pastores, deben ser cuidados al extremo.

Seguimos siendo un formidable actor de la vida política argentina.

Esto conlleva riesgos y una grave responsabilidad, entre otras, cuidar la cultura democrática que nuestro pueblo ha elegido y, aún a los ponchazos, viene sosteniendo desde hace más de treinta años. Pensemos en lo que hoy está significando caer en la cuenta de la hondura de la corrupción y la incertidumbre de si estamos o no dispuestos a decir un «nunca más» a este flagelo.

Asimilar dicha cultura, sus reglas de juego, sus tiempos y, sobre todo, el gris aburrido de sus procesos irremediablemente imperfectos reclama una infinita paciencia ciudadana.

Es también un formidable desafío para los católicos argentinos, nuestras comunidades eclesiales y para quienes somos sus pastores.