Homilía del Obispo Sergio Buenanueva en la Fiesta Patronal en honor de San Francisco de Asís – 4 de octubre de 2018
“… sabemos que nuestros jóvenes serán capaces de profecía y de visión en la medida que nosotros, ya mayores o ancianos, seamos capaces de soñar y así contagiar y compartir esos sueños y esperanzas que anidan en el corazón”.
Son palabras del Santo Padre Francisco pronunciadas ayer, al inaugurar el Sínodo sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.
Hoy, orando por el Papa, rezamos también por esta XV Asamblea del Sínodo de los obispos.
Les confieso que me alegró mucho escuchar esa invitación a soñar que el Papa dirige a toda la Iglesia.
Desde hace algunos días, y pensando en esta Fiesta Patronal, venía cavilando en hablarles precisamente de algunos sueños de Francisco de Asís, nuestro patrono.
Es bueno que nos preguntemos: ¿Qué sueños tenemos? ¿Los sueños de nuestra niñez y juventud han madurado con nosotros? ¿Siguen alimentando nuestra vida o también se han devaluado? O, peor aún, ¿se han vuelto insípidos, pedestres, rutinarios?
Los sueños de nuestros mayores son la raíz de lo que es hoy San Francisco. Sueños de horizonte infinito como la “pampa gringa”, siempre amenazados por diversas formas de estrechez y exclusión.
Sueños y esperanzas crecen juntos. Y, si crecen, nos hacen madurar. La fe es la capacidad de soñar con los ojos de Dios, tal como Él mira la vida (la tuya, la mía, la de toda la humanidad, la de los pobres).
La fe cristiana en Dios, en su providencia y misericordia está en el ADN de nuestra ciudad. Sigue viva, abriendo horizontes y purificando nuestra mirada de toda forma de ceguera.
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Los evangelios nos narran los sueños de Dios, tal y como pasan por el corazón, los labios, las manos y la pasión de Jesús. Acabamos de escucharlo: “Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).
Ese sueño de Dios conquistó y purificó los sueños del joven Francisco Bernardone.
Su alma inquieta y sensible de juglar soñaba con el reconocimiento, la gloria y el aplauso del mundo. Se soñó caballero y, así, marchó a la guerra. Sabemos bien lo que pasó: derrotado el ejército de Asís, el joven soñador terminó en una húmeda celda, enfermo en el cuerpo y herido en su alma. Y, por esa herida, comenzaron a colarse los sueños de Cristo.
Así, apaleado por la vida, comenzó a orar con una profundidad hasta entonces desconocida. Su verdadera conversión estaba en marcha. Eso sí, alternaba sus oraciones con fiestas juveniles, de las que era el alma. Una juventud bulliciosa lo seguía con agrado, aunque empezaba a preguntarse qué amor lo había conquistado. Porque esa era la impresión que daba: estaba enamorándose. ¡Y era verdad!
En eso andaba, cuando un día escuchó una voz que le decía: “Francisco, si deseas saber mi voluntad, tendrás que despreciar y aborrecer todo cuanto has amado y ambicionado hasta ahora. Pruébalo, y lo que ahora te parece suave y agradable se volverá insoportable y amargo, y lo que antes te horrorizaba se te volverá dulzura grande y suavidad inmensa”.
Como suele ocurrir en ocasiones similares, al principio no supo bien qué hacer. Pronto le llegó la luz de la mano de un leproso que salió a su encuentro. Dejemos que él mismo nos lo cuente: “El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, la gracia de comenzar a hacer penitencia: Cuando estaba todavía en pecados, me parecía extremadamente amargo ver leprosos; pero el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después esperé un poco y dije adiós al mundo que había vivido hasta entonces”.
Solo me permito subrayar esto: el encuentro con este hermano herido en su humanidad ha sido, para Francisco, una gracia de conversión. Le ha indicado hacia dónde debía empezar a caminar. Así lo estaba esperando Cristo.
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Ahora, otro sueño: Francisco soñó con viajar a tierra de musulmanes, predicar el Evangelio y conquistar para Cristo esos pueblos.
Le costó concretarlo. Fracasó muchas veces, dejando su corazón apesadumbrado: ¿Qué quiere realmente Dios de mí? ¿No me habré engañado? Pero, la Providencia le tenía preparada la ocasión… y mucho más.
Como suele ocurrir: un sueño se concreta, no en la dirección esperada, sino que, moldeado por la realidad, abre nuevas e insospechadas perspectivas para la vida.
Es que nuestros sueños y esperanzas tienen que ser evangelizados por los sueños de nuestro Dios. Aquí también sirve aquella advertencia: “…los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos” (Is 55,8).
Francisco y once compañeros partieron hacia Tierra Santa. Se fueron dispersando por el camino. El quedó solo con el hermano Iluminado. Sus sueños misioneros quedaron atrapados por la vorágine de crueldad, sangre y destrucción de la quinta Cruzada.
Los hermanos fueron así testigos de que un declamado amor a Cristo era capaz de corromperse en formas inhumanas de violencia y muerte. Dura prueba para los sueños de pureza evangélica del noble Francisco.
Con los debidos permisos, los hermanos pudieron ir al encuentro del Sultán. El sueño parecía al alcance de la mano.
Puestos ya ante la presencia del Sultán Melek-el-Kamel, y ante su pregunta si querían hacerse musulmanes, un decidido Francisco le respondió: “No nos manda nadie, ni queremos ser de los vuestros. Somos embajadores de nuestro Señor Jesucristo, y traemos de su parte este mensaje para ti y tu pueblo: que creáis en el Evangelio…”
El Sultán lo escuchaba asombrado. Lentamente le fue conquistando el corazón. No se hizo cristiano, pero ambos saldaron un sólido vínculo de estima recíproca. Al punto tal, que el Sultán dio órdenes para que los hermanos pudieran circular libremente por sus dominios y visitar, sin pagar impuesto, los lugares santos cristianos.
La presencia de los franciscanos hoy en Tierra Santa tiene aquí su origen. Francisco se cruzó con el sueño de Dios, y supo reconocerlo y hacerle espacio en su vida, al punto de hacerlo realmente suyo.
De vuelta en Europa, Francisco no podía dejar de rumiar esta experiencia y cómo sus sueños habían tomado la forma que la Providencia tenía pensado. Por eso, así describió la misión de quienes partieran a tierras musulmanas: “Y los hermanos que van, pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos modos. Un modo consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13) y confiesen que son cristianos. El otro modo consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos, porque el que no vuelva a nacer del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3,5)” (Regla no bulada, XVI).
¡Claro que Francisco quiere que todos conozcan el Rostro del Dios amor que le había conquistado el corazón! Pero ha llegado a comprender que el sueño de Dios para esta humanidad lacerada por el odio es que los enemigos se den la mano en señal de reconciliación. Porque Él es el Dios de la amistad, del perdón y del encuentro. Hace fiesta cuando recupera al hijo perdido y pacifica el corazón agrio del hermano resentido.
El sueño de Dios son hombres y mujeres – como Francisco y Clara – pacificados en su corazón y que, desde esa fuente de paz, pacifiquen el mundo. Mucho más, cuando la convivencia humana se ve envenenada por el odio, el resentimiento y las diversas formas de injusticia que nos deshumanizan.
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Queridos amigos y hermanos:
La Misión Ciudad ha dado pasos muy valiosos este año: nos hemos acercado a los espacios públicos donde están las personas. ¡Gracias a todos los que se han empeñado en esta Misión durante estos días! ¡Gracias también a las instituciones que nos han abierto las puertas!
Ya que la Providencia nos ha hecho el regalo de que nuestra querida ciudad lleve el nombre del Pobrecillo de Asís, ¿no podríamos soñar juntos una convivencia más vivificada por los sueños de Francisco de libertad, pobreza y fraternidad? ¿No tendríamos que ser nosotros, como comunidad eclesial, los primeros en vivirlos más intensamente? ¿Cómo ha de seguir la Misión Ciudad? ¿Qué nuevos gestos misioneros hemos de dar? Este trabajo mancomunado de las siete parroquias de la ciudad ¿no nos está reclamando profundizar los caminos de la pastoral urbana que iniciamos hace algunos años? La Iglesia es comunión en tensión misionera. ¿Cómo se han de seguir sumándose los colegios católicos, los movimientos y demás espacios eclesiales? ¿No tiene que seguir creciendo el rostro laical y joven de esta Misión Ciudad? ¿No tenemos que pensar que los nuevos desafíos están reclamando también nuevas respuestas creativas?
Soñemos entonces. Y no tengamos miedo. Los sueños de Dios se van a entrecruzar con los nuestros y nos van abrir nuevos horizontes.
Pongamos nuestros sueños en las manos de Francisco y en el corazón de la Virgencita.
Así sea.
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