Una buena cultura democrática supone una sociedad civil fuerte, con ciudadanos activos, críticos, movilizados. Ni dormidos ni adormecidos, proactivos para edificar, cada día el bien común, sin confundirlo con la mera sociedad del bienestar y el consumo.
Una sociedad así ha de tener, por una parte, en alta estima a la política como medio privilegiado para transformar la realidad, especialmente de los menos favorecidos. Por otra, ha de cultivar una sana actitud crítica hacia los políticos, de tal modo que los fiscalice minuciosamente, les pida cuentas y, en buena medida, les marque la cancha de los temas que son realmente de interés ciudadano.
En este sentido, la doctrina social de la Iglesia Católica insiste en la primacía de la sociedad civil y de los ciudadanos por sobre la comunidad política, el gobierno y el estado. Afirma, por ejemplo, el número 418 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia: “La comunidad política y la sociedad civil, aun cuando estén recíprocamente vinculadas y sean interdependientes, no son iguales en la jerarquía de los fines. La comunidad política está esencialmente al servicio de la sociedad civil y, en último análisis, de las personas y de los grupos que la componen. La sociedad civil, por tanto, no puede considerarse un mero apéndice o una variable de la comunidad política: al contrario, ella tiene la preeminencia, ya que es precisamente la sociedad civil la que justifica la existencia de la comunidad política”.
Una cultura democrática de este espesor supone, por tanto, una sociedad con alma. Es decir: con valores espirituales y energías éticas suficientemente altas como para mirar la bien común por encima de los intereses particulares, sean individuales que grupales.
Aquí podrían ser útiles algunos términos cristianos para traducir al lenguaje de la experiencia de la fe lo que esta cultura supone, por ejemplo: intensa vida espiritual (dejarse guiar por el Espíritu) en santidad, amor y gratuidad.
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