Mente que investiga, corazón que espera

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«La Voz de San Justo», domingo 12 de agosto de 2018

“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: «Todos serán instruidos por Dios». Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí.” (Jn 6,44-45).

Una mujer puede dar testimonio del alcance de estas palabras de: Edith Stein (1891-1942). Nacida en una familia judía, en 1921 pasó a la fe católica. Por su condición de judía (de la que nunca renegó), murió en las cámaras de Auschwitz, junto a su hermana Rosa, el 9 de agosto de 1942.

Su encuentro con Cristo fue precedido de un largo proceso de búsqueda. De jovencita había abandonado la fe sus mayores. Abrazó incluso el ateísmo. Poseía una admirable honestidad intelectual unida a una gran nobleza de alma. Hizo suya la causa del feminismo, tal como se daba en su tiempo. Estudió filosofía con los principales maestros de esa disciplina en la Alemania del siglo XX, doctorándose en esa disciplina con las máximas calificaciones.

El paso definitivo aconteció en agosto de 1921. Pasó una noche entera leyendo una biografía de Santa Teresa de Jesús. A medida que avanzaban las páginas, Edith no podía dejar de percibir, en el conjunto de la vida de aquella otra admirable mujer del siglo XVI, la figura de Aquel a quien Teresa le había entregado su propia existencia: Jesús. Dicen que, al terminar la ansiosa lectura, Edith exclamó: “Esta es la Verdad”.

Entre otras razones, en memoria de ese encuentro con el Jesús de Teresa, al hacerse carmelita, Edith tomó el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz.

Precisamente a ese itinerario humano y espiritual se refirió San Juan Pablo II en la homilía de su canonización: “…el amor a Cristo fue el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de la Cruz. Mucho antes de darse cuenta, fue completamente conquistada por él. Al comienzo, su ideal fue la libertad. Durante mucho tiempo Edith Stein vivió la experiencia de la búsqueda. Su mente no se cansó de investigar, ni su corazón de esperar. Recorrió el camino arduo de la filosofía con ardor apasionado y, al final, fue premiada: conquistó la verdad; más bien, la Verdad la conquistó. En efecto, descubrió que la verdad tenía un nombre: Jesucristo, y desde ese momento el Verbo encarnado fue todo para ella. Al contemplar, como carmelita, ese período de su vida, escribió a una benedictina: «Quien busca la verdad, consciente o inconscientemente, busca a Dios»”.

Me quedo con estas palabras: mente que no se cansa de investigar, corazón que no se cansa esperar.