Repudio y reflexión

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Acabo de mandarle un mensaje al obispo Luis Fernández de Rafaela, expresándole la solidaridad fraterna de nuestra diócesis a esa Iglesia hermana por la agresión sufrida este fin de semana.

También el repudio más firme a esa forma particularmente maliciosa de violencia simbólica. No es solo una agresión a la fe de los católicos, sino también a la convivencia ciudadana y a la cultura democrática de todos.

Para quienes somos cristianos, estos hechos son leídos, interpretados y calificados como una blasfemia. Incluso como un sacrilegio. Oramos, hacemos penitencia y suplicamos el perdón.

Desde un punto de vista cívico, se trata de una grave ofensa a la libertad religiosa de un grupo considerable de ciudadanos. No se ofenden solo sentimientos o creencias. Se juega con la libertad, porque se lleva la provocación al extremo. Se busca deliberadamente incomodar y zaherir.

¿Constituye un delito? En cuanto blasfemia, se trata de un grave pecado que es también un delito para la ley de la Iglesia que rige la vida de los católicos. Los juristas deberán decir en qué medida, una agresión de esta naturaleza a los símbolos de una religión configura también un delito para el derecho penal y civil argentino. Si lo fuera, nos asiste el derecho de reclamar justicia.

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Dicho esto, añado una consideración del todo personal. Es opinable por donde se la mire, pero es mi punto de vista y me siento con el deber de compartirlo. Hace mucho que vengo rumiándolo en mi interior.

Junto con la libertad de conciencia y la libertad religiosa, la libertad de expresión constituye el sólido fundamento de la vida de una democracia y su cultura de convivencia ciudadana.

Estoy convencido de que la libertad de expresión, en una sociedad plural y democrática, debe ser todo lo más amplia posible. Ninguna libertad ni derecho son absolutos. Nuestra libertad coexiste con la libertad de los demás. En la interacción de las libertades se consolida la convivencia entre las personas.

La libertad es una sola. Solo en la más amplia libertad las personas nos abrimos y nos adherimos a la verdad. La conciencia es precisamente ese lugar donde la verdad se hace transparente a nosotros, nos conquista con su luz propia y se convierte en la guía de nuestro obrar, especialmente cuando se vuelve más onerosa, contradice nuestras apetencias y nos impone la dura disciplina del deber. Solo así somos genuinamente libres.

Ahora bien, para vivir a fondo esta vocación a la libertad hay que estar dispuesto a pagar un precio muy alto, normalmente en cuotas que aparecen una y otra vez en el camino nunca acabado de edificar el bien común.

Una de esas cuotas de alto precio es tener que convivir con algunos ciudadanos que se creen con el derecho de provocar a otros en sus valores espirituales más hondos. Y que, de hecho, lo hagan con manifestaciones como esta que hoy nos ocupa.

Ha acontecido y acontecerá seguramente, como ya comenzamos a observar. No solo aquí. Acabo de ver la foto de una repudiable profanación a la catedral de Santiago de Chile, acontecida precisamente este fin de semana.

No pido censura. Reclamo el derecho de protestar, de señalar con claridad la violencia sufrida y de pedir que, llegado el caso, la justicia intervenga. Lo haga o no, los que somos discípulos de Cristo renovamos nuestra vocación a la cultura del encuentro, del amor, del perdón y la reconciliación.

Cuando los discípulos experimentaron que unos samaritanos los rechazaban, se volvieron a Jesús incitándolo a la punición: “Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?». Pero él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo” (Lc 9,54-56).

Los tiempos que corren, y los que asoman, nos van a solicitar, más de una vez, entrar en esta dinámica evangélica: manifestarle al Señor nuestros sentimientos de bronca y dolor, recibiendo de él esa mirada, esa reprensión sanante y esa invitación a seguir caminando la misión.

Vamos a requerir del Espíritu ser confirmados en la fortaleza, la paciencia y la valentía de sostener nuestra adhesión al bien, viviendo a fondo la mansedumbre de Jesús, el Testigo fiel del Padre.

El amor a nuestra sufrida patria Argentina nos anima también a dar, así, nuestra contribución a secar las fuentes del odio, la violencia y el desprecio del otro que parecen seguir manando a raudales.

Aunque sean pocos los que lo hagan, su elección libre será realmente un germen nuevo para le futuro de todos.