Jesús no pudo

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«La Voz de San Justo», domingo 8 de julio de 2018

“No pudo hacer allí ningún milagro…” (Mc 6,5).

Nunca me había detenido en esa frase del evangelio. Sobre todo, en ese inquietante: “no pudo”. No lo había pensado: hay cosas que Jesús no pudo hacer. Él también chocó con el límite humano. En este caso, uno muy concreto: la falta de confianza de sus propios paisanos.

Lo normal, en una predicación, suele ser cargar las tintas sobre estos incrédulos y su desconfianza. Me parece, sin embargo, mucho más interesante rumiar esta impotencia de Jesús. ¿Qué nos dice? ¿Qué nos revela de Dios y de nosotros mismos? Todo en Jesús – su persona, sus gestos y palabras – habla. Todo en él es revelación: del rostro genuino de Dios y de la verdadera vocación del hombre.

¿Qué nos dice entonces esta impotencia de Jesús ante la falta de fe de su pueblo? Cada uno puede sacar sus propias conclusiones. Yo comparto las mías. No son tampoco exhaustivas. Tal vez, ni siquiera, las más importantes. Pero, para eso escribo: para compartir lo que el Evangelio hace resonar en mí. Aquí va lo mío entonces.

Ante todo, creo que ese “no pudo hacer allí ningún milagro” nos habla de que Dios no tiene miedo de embarrarse con el límite humano. No teme entrar en lo vivo, complejo y oscuro de toda situación humana. Nos habla también de ese misterio que es la libertad que puede cerrarle la puerta a su Creador y Salvador. Misterio, a la vez, pavoroso y fascinante. Pienso que la impotencia de Jesús evangeliza nuestros propios límites, salvándonos de esa ilusoria y fatal pretensión de ser omnipotentes.

La historia – nos cuenta el evangelio – no acabó allí ni así. Algo pudo hacer: unos pocos milagros. ¿No era tanta la cerrazón como parecía? ¿O es que Jesús sabe, con su sabiduría divina, tocar el corazón humano y abrirlo al don de Dios? Me inclino por esta última alternativa, pues es la que comprende la fe. Esa impotencia de Jesús ha corrido el velo y nos ha permitido entrever la verdadera naturaleza de Dios y de su poder: amor que no teme abrazar la fragilidad humana y siempre – siempre – abre puertas.

“Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente” (Mc 6,6). Jesús, entonces, siguió su camino. Esa dura experiencia no lo derribó ni lo hizo quedarse rumiando el fracaso. Es más: Jesús radicalizó su entrega, abrazó con más fuerza su misión. Llegó a la impotencia extrema de la cruz y, bebiendo ese amargo cáliz hasta el final, dejó abierta la puerta para que irrumpiera la vida y la alegría.