Homilía en el Santuario de Nuestra Señora de la Consolata (Sampacho – Diócesis de Río Cuarto)
Agradezco la invitación que me hiciera el párroco, Padre Osvaldo, a participar de esta fiesta, como también la del obispo Adolfo a hacer la homilía.
El título con que invocamos a María en este santuario es muy hermoso: Nuestra Señora de la Consolata.
Esta advocación llegó a nuestras tierras de la mano de los inmigrantes italianos, principalmente piamonteses, que se asentaron aquí, en la “pampa gringa”. Trajeron su imagen, su nombre y, sobre todo, trajeron en sus corazones el amor y el consuelo de María. Eran hombres y mujeres que habían dejado su tierra y que rehicieron aquí sus vidas con grandes sacrificios, mucho trabajo y, no podemos olvidarlo, con una nostalgia que, una y otra vez, los llevaba más allá del mar.
Y ahí, en medio de toda esa experiencia y de esos sentimientos: María, la Señora del Consuelo y de la Paz.
María, la “Consolata”: la que ha sido alcanzada por el consuelo de Dios y, por eso, ella misma puede consolar a sus hijos y devotos.
A María le cabe pues la segunda de las bienaventuranzas que hemos escuchado en el evangelio: “Felices los que lloran, porque serán consolados”.
Le podemos pedir a María entonces que nos enseñe a llorar, a saber entrar en la aflicción, para poder experimentar, como ella, toda la fuerza del consuelo de Dios.
¿De qué llanto nos habla Jesús? ¿Por qué resulta bienaventurado el que sufre? ¿No es esta una propuesta inhumana?
Queridos hermanos y hermanas: pienso que no hay que filosofar demasiado para responder. A menos que endurezcamos nuestro corazón transformándolo en un frío bunker, bien asegurado bajo tierra, los discípulos de Jesús no podemos dejar de experimentar, como él, que se nos estrujan el corazón y las entrañas al contemplar todo el dolor y sufrimiento del mundo.
El que entra en ese misterio siempre fascinante e indescifrable que es la vida humana, en sus pasiones, sus ilusiones y sus luchas, sabe que el dolor y el sufrimiento están ahí como misteriosos mensajeros de palabras que hemos de escuchar.
La vida es vocación, llamada de Dios. Es Jesús el que nos llama y su Padre el que nos va podando para que demos fruto abundante. María y los santos nos acompañan en ese camino de vocación, de poda y de fecundidad.
La vida es vocación porque nos interpela, sobre todo desde los hermanos.
En estos meses, por ejemplo, ha sido muy duro tener que dejarnos interpelar por todos los interrogantes que despierta la triste realidad del aborto. Especialmente si intentamos, con la misma mirada compasiva de Jesús, comprender a quienes plantean el aborto como una solución viable a la maternidad vulnerable. No hemos podido dejar de sentirnos heridos por tantas historias de sufrimiento, sea que pensemos en los niños a los que se les ha negado la oportunidad maravillosa de vivir, sea que miremos a la cara el rostro de las mujeres que han vivido el lacerante drama del aborto.
¡Dejémonos interpelar por esas historias! Sólo así podremos decir, con mansedumbre, con verdad y sabiduría: no, el aborto no es una solución, sino un nuevo sufrimiento que se agrega y acrecienta la vulnerabilidad que a todos nos sacude y cuestiona. Y si puede tener algo de solución es, a la postre, una mala solución, inhumana y falaz.
María nos enseña que el consuelo de Dios está pronto para quien, con esa franqueza y arrojo, se mete por entero en el dolor y sufrimiento de sus hermanos y hermanas, del que se deja herir por las heridas de los demás, el que no rehúye sino que libre y conscientemente se deja alcanzar por el llanto de los que lloran, haciéndolo propio y, así, liberando también el propio corazón para que llore, como Jesús ante Jerusalén, todo el dolor del mundo.
El consuelo que Dios da – el que experimentó María – no es un vago sentimiento de bienestar individual ni una emoción dulzona. Lo hemos escuchado a Pablo describirlo, al irrumpir en una bendición de alabanza que ha brotado de su corazón y desde su propia experiencia de tribulación y consuelo: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. Porque, así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo” (2 Co 3,3-5).
Jesús nos promete compartir con nosotros el mismo consuelo con que el Padre lo sostuvo en su hora suprema. Es el consuelo de la pasión: del que entrega la vida, del que ama hasta el extremo, del que perdona y disculpa, del que se abre a la fuerza transfiguradora de la resurrección.
El consuelo de Jesús no viene ni antes ni después de las tribulaciones. Lo ha prometido para quien se anima a ir a fondo con su vocación y misión. Nos alcanza en medio de lo vivo de nuestra misión en el mundo, con todas sus luchas y desafíos, y en la misma medida en que nos hacemos servidores de los demás por amor.
Es el consuelo que nos confirma y pacifica: no me he escabullido ni he esquivado la vida, estoy donde tenía que estar; no obstante tantos límites y pecados, propios y ajenos, lo mío es estar junto a todo hombre o mujer que tienen la vida rota o herida. No me puedo permitir otra cosa.
Eso sí, cada discípulo tendrá que animarse a descubrir – como también María lo hizo – que camino específico Dios ha soñado para él: el ministerio sacerdotal, el amor de esposos y la familia, la profesión, el noble e imprescindible servicio público de la política, o cualquier otra forma de vocación y misión.
Que María, la Consolata, siga animándonos a abrir nuestro corazón al consuelo de Dios. Que ella nos dé, con suavidad y firmeza, su misma fe intrépida y su corajuda esperanza, que la hizo escuchar la llamada del Señor y entregarse a ella, sin vacilar ni calcular, acompañando a Jesús, aunque no siempre comprendiera bien su camino, de la visitación al pie de la cruz, en la espera del Sábado Santo a la mañana gozosa de la resurrección y al cenáculo en Pentecostés.
Y que María siga bendiciendo con su misma pasión por la vida a Sampacho, a los peregrinos que acuden a su santuario, a la Iglesia diocesana de Río Cuarto, a nuestra Argentina. Amén.
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