El pasado fin de semana tuvo lugar, en Rosario, el II Encuentro Nacional de Juventud. “Con Vos renovamos la historia” fue el lema que convocó y movilizó a miles de chicos y chicas argentinos que se dieron cita en la vecina ciudad junto al Paraná.
Comparto aquí una experiencia personal significativa. Lo he contado también ayer en la Misa de Corpus Christi.
En la noche del sábado tuvo lugar un intenso momento eucarístico: casi veinte mil personas, la mayoría jóvenes, estuvimos una hora de adoración ante el Santísimo Sacramento. Allí, en el Hipódromo de Rosario convertido en un gran espacio sagrado de oración, estaba Jesús Eucaristía, su Palabra y su Espíritu, su Presencia silenciosa y fascinante, hablándonos desde el silencio elocuente del Pan consagrado expuesto como alimento para la oración de la Iglesia joven.
Tal vez sensibilizado por esta experiencia, al día siguiente, durante la Misa de clausura del Encuentro, me conmovió profundamente el hecho de dar la comunión a los jóvenes. Mientras repetía las palabras rituales: “Cuerpo de Cristo”, no podía dejar de observar los rostros de esos chicos y su visible deseo de estar con Jesús, intuyendo cuánta promesa encierran sus vidas jóvenes. “Les estoy dando a Cristo”, me repetía interiormente. “Eso es todo lo que tengo que hacer. Esa es mi misión. Para eso soy obispo, pastor y servidor”. Con esa convicción he vuelto.
Los días de retiro compartidos esta semana con mis hermanos sacerdotes me han ayudado a rumiar un poco más esas vivencias. Pude comprender que más que estar dando nosotros a Cristo, era Él el que nos “usaba” como instrumentos suyos para colmar a esos jóvenes con su propia Vida.
Ya lo he dicho otras veces: entre Cristo y los jóvenes hay una sintonía profunda, aunque muchas veces no atinemos a dar con ella. Pero está ahí, intacta, fresca y siempre pujante.
Los jóvenes no nos piden a los adultos que nos mimeticemos con ellos. Sí que conectemos con lo más humano que tenemos dentro: la inquietud de quien se descubre siempre en camino, incompleto, buscando la verdad. El Evangelio nos enseña que, de cara a Jesús, todos, siempre e invariablemente, somos aprendices y discípulos.
La Escritura usa una imagen muy viva para describir esa actitud vital: “Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?” (Salmo 42,2-3). Jesús, que aprendió a orar con los salmos, también usó esa imagen para una de sus bienaventuranzas: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mt 5,6).
Sed de Dios, hambre de justicia. Esa inquietud habita el corazón de nuestros jóvenes. También el nuestro. Es la inquietud que nos hace humanos. ¿Lograremos compartirlas, liberando su enorme energía para la renovación de nuestra Argentina?
Debe estar conectado para enviar un comentario.