Homilía en la celebración diocesana de Corpus Christi.
Sábado 2 de junio de 2018
“Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo» …” (Mc 14,22).
El gesto de Jesús estaba prescrito en el protocolo de la cena pascual: el padre de familia debía tomar el pan, partirlo mientras pronunciaba la bendición y después ofrecerlo a todos. Al hacerlo, estaba reconociendo la bendición de Dios como origen de la fraternidad y de la vida del pueblo.
Gesto simple y sencillo. Entre Jesús y esa simplicidad hay una sintonía muy profunda. Todo lo que hace y dice es simple y esencial. Como el pan.
Sin embargo, lo verdaderamente novedoso no es ese gesto sino las palabras con las que Jesús sorprende a sus convidados: “Tomen, esto es mi Cuerpo”. No estaban previstas. Son suyas en el sentido más radical y personal. Han ido creciendo en él, paso a paso, en la vida oculta de Nazaret y, después del Bautismo, en su caminar entre los pobres, enfermos y pecadores. Ahora, en el umbral de la pasión, las pronuncia concentrando en ellas su propia persona. El gesto entonces manifiesta no solo lo que Jesús dice y obra, sino lo que él mismo es: Pan vivo bajado del cielo.
Al pronunciar estas palabras inesperadas le da un sentido nuevo a toda la comida pascual: la comunión con Dios y la fraternidad entre los hombres nacen de esa entrega de Jesús que nos ha amado hasta el fin. La simplicidad y sencillez de los gestos eucarísticos expresan la fuerza más vigorosa que está actuando en la historia: el amor de Dios que hace nuevas todas las cosas y que está llevando al mundo hacia su plena consumación.
La gran bendición de Dios es la Pascua de Jesús, su pasión, muerte y glorificación. Nos reúne cada domingo en el banquete de la Eucaristía.
Ese don que genera comunión tiene la forma dramática del sacrificio martirial. Con su gesto y con sus palabras nuevas Jesús anticipa proféticamente que su cuerpo será crucificado y, así, Él mismo se ofrecerá en sacrificio para la expiación de los pecados. La comunión es concretamente reconciliación de pecadores enemistados, recuperados para la amistad por la entrega de Jesús, que pone su vida en manos de los verdugos.
El don pasa por la pasión y la muerte en cruz. Es entrega real de la propia vida: despojo, renuncia y abandono.
Aquí, al menos para mí, surge una inquietud: ¿Por qué poner así el propio cuerpo, exponiéndose al escarnio y la violencia? ¿Por qué no dejar abandonados a su suerte a quienes, en definitiva, han recusado la amistad de Dios, prefiriendo su propia gloria a la gloria del Creador? ¿Por qué este inmiscuirse tan adentro de la torturada vida de los hombres?
La Eucaristía despierta asombro, estupor y adoración porque en ella se resume y se ofrece el misterio del Dios inmenso que se ha hecho pequeño, ocupando el último lugar, poniendo el cuerpo para salvarnos.
Ese cuerpo entregado es el que ha sido glorificado por la resurrección y el que comulgamos – real, verdadero y vivificante – bajo los velos del pan eucarístico.
La respuesta a la pregunta porqué Jesús se ha expuesto de esa manera es tan simple como el gesto y las palabras sobre el pan: por amor.
El que ama lo arriesga todo, se expone y se entrega, se inmiscuye y se involucra. No puede quedar indiferente ante la suerte de quienes comparten con él el camino de la vida. Y aquí, el que ama es el Dios todopoderoso, creador y providente, el Dios amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amor tan concreto como eficaz, incisivo y transformador.
La celebración eucarística, y su feliz prolongación en la oración ante el Santísimo expuesto o ante el Sagrario, mete en el corazón del mundo esa potencia salvadora del amor de Dios, tan simple y esencial como el pan y el gesto de partirlo y repartirlo entre los hambrientos.
Es la experiencia que hemos vivido los que pudimos participar en el II Encuentro Nacional de Juventud que se realizó en Rosario, hace exactamente una semana. “Con Vos renovamos la historia” fue el lema que convocó y movilizó a miles de chicos y chicas argentinos que se dieron cita en la ciudad de Rosario, junto al Paraná.
En la noche del sábado tuvo lugar un intenso momento eucarístico: casi veinte mil personas, la mayoría jóvenes, estuvimos una hora de adoración ante el Santísimo Sacramento. Allí, en el Hipódromo de Rosario convertido en un gran espacio sagrado de oración, estaba Jesús Eucaristía, su Palabra y su Espíritu, su Presencia silenciosa y fascinante, hablándonos desde el silencio elocuente del Pan consagrado expuesto como alimento para la oración de la Iglesia joven.
Tal vez sensibilizado por esta experiencia, al día siguiente, durante la Misa de clausura del Encuentro, me conmovió profundamente el hecho de dar la comunión a los jóvenes. Mientras repetía las palabras rituales: “Cuerpo de Cristo”, no podía dejar de observar los rostros de esos chicos y su visible deseo de estar con Jesús, intuyendo cuánta promesa encierran sus vidas jóvenes. “Les estoy dando a Cristo”, me repetía interiormente. “Eso es todo lo que tengo que hacer. Esa es mi misión. Para eso soy obispo, pastor y servidor”. Con esa convicción he vuelto.
Los días de retiro compartidos esta semana con mis hermanos sacerdotes me han ayudado a rumiar un poco más esas vivencias. Pude comprender que más que estar dando nosotros a Cristo, era Él el que nos “usaba” como instrumentos suyos para colmar a esos jóvenes con su propia Vida.
Cristo, el Evangelio y los jóvenes. Una sintonía que se convierte en sinfonía de voces cantando la vida. Abramos los oídos para escucharla y sumarnos a ese canto de esperanza. Una Iglesia o una sociedad que ya no tienen ni interés ni tiempo para escuchar realmente a los jóvenes – lo que viven, sienten, piensan y sueñan – se condenan a una parálisis permanente.
Evoqué el II Encuentro Nacional de Juventud. Quisiera evocar ahora otra oleada joven que hoy recorre nuestro país, del interior hacia la gran capital.
Cuando la cultura burguesa, aburrida y nihilista, solo sabe pedir aborto y muerte, de miles de voces nace un grito que es toda una promesa: “Vale toda Vida”, “Salvemos las dos Vidas”, “Votemos Vida”. Se lo intenta ningunear, pero inunda las redes, se expresa alegremente en las calles y toma también la forma de una argumentación racional sólida y fundada, que desmonta cifras mentirosas, mitos y prejuicios.
Los jóvenes provida son miles y también sacuden nuestra comodidad. No se conforman solo con un no al aborto. Piden una sociedad más amable con la vida. Reclaman por un sistema de salud que atienda a todos, especialmente a los más vulnerables. Piden que dejemos de especular, privilegiando el empleo y la producción a la renta o la especulación financiera. Claman por un sistema educativo público, sea de gestión privada o estatal, que movilice sus enormes energías espirituales y éticas para renovar la realidad, haciendo posible que cada uno madure un proyecto personal de vida solidario y transformador.
Escuchemos a los jóvenes. Abramos espacios creativos para escucharlos y escucharnos. Nadie en Argentina tiene la verdad absoluta sobre nada. Eso sí: muchos – individuos e instituciones, oficialismo y oposición, dirigentes sociales y religiosos – cargamos a cuestas con graves yerros, espesas cegueras y oscuros compromisos con el mal. No podemos seguir perdiendo oportunidades.
Los que somos discípulos de Jesús y buscamos alimentarnos de su Pascua dejémonos conmover y convertir por su entrega de amor, exponiendo también nuestros cuerpos, empeñando nuestra libertad y aguzando nuestro ingenio para edificar una patria de hermanos.
Jesús eucaristía, Señor de la vida y de la creación, con Vos renovamos la historia. Amén.
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