Homilía en la Catedral de San Francisco, 30 de marzo de 2018, Viernes Santo
“Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca.” (Is 53,6-7).
Cada año volvemos a escuchar la profecía de Isaías.
Cada año volvemos a conmovernos, sobre todo, cuando deja paso al relato de la Pasión según San Juan que acabamos de escuchar.
Vivimos inmersos en una sociedad enferma de violencia, de gritos y de reclamos. Basta un simple gesto, un error involuntario o una distracción y se enciende un fuego de ira, insultos y agravios que no sabemos dónde desembocará.
Violencia en la calle, en la escuela, en la casa, en las redes, en el espacio público. Incluso en las comunidades cristianas no nos vemos libres de pasiones enfrentadas: celos, envidias, maledicencia…
Pero él, “ni siquiera abría la boca… como cordero llevado al matadero…”
Es Jesús. Él mismo que había dicho: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.” (Mt 11,28-30).
En este día, Señor Jesús crucificado, viéndote así, “en la cruz y escarnecido” como canta la coplilla de Santa Teresa, nosotros te decimos, avergonzados pero con fe: “Sí, Señor, queremos aprender de Vos, de tu paciencia, de tu mansedumbre, de tu compasión…”
El orante de la Biblia, acorralado por un sufrimiento mortal, le había dirigido al Dios fiel y compasivo una pregunta lacerante: “¿Se proclama tu amor en el sepulcro, o tu fidelidad en el reino de la muerte?” (Salmo 87,12).
El Salmo queda sin respuestas. O, mejor: encontrará su respuesta en el Orante con mayúsculas. Aquel que, clavado en la cruz, se pondrá en las manos del Padre con las palabras del Salmo 31: “Yo pongo mi vida en tus manos, tú me rescatarás, Señor, Dios fiel” (Salmo 31,6).
Jesús ha bajado a los abismos de la muerte para proclamar allí el amor de Dios por cada ser humano.
Ese es el amor que cura todas nuestras muertes.
El amor de un Dios desarmado y silencioso que desarma todas nuestras violencias.
A ese amor esta tarde, una vez más, con María y todos los santos le decimos: “Amén”.
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