Homilía en la Misa de la Cena del Señor – Catedral de San Francisco – 29 de marzo de 2018
“Jesús se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía a la cintura” (Jn 13,4-5).
Al inicio de la Semana Santa los invitaba a contemplar a un Dios desarmado que, sin segundas intenciones, con la inocencia y vulnerabilidad de un niño por nacer, se pone en nuestras manos.
A un Dios desarmado, humilde y vulnerable… por amor.
Los invitaba a contemplarlo así en Jesús, su Hijo y nuestro hermano, en su Pasión, en la Cruz.
Contemplémoslo ahora en la Cena de despedida y en esta imagen tan fuerte de Jesús, arrodillado, lavando los pies de sus discípulos.
¿Qué nos dice el Dios hecho hombre, de rodillas, como un humilde siervo?
Ante todo, concretemos la escena: está así, de rodillas y como servidor, ante cada uno de nosotros.
Como lo hizo con Simón Pedro y con cada uno de los discípulos, así también lo hace con vos, conmigo, con cada ser humano.
Dios se ha arrodillado delante de la humanidad, de cada hombre y mujer que viene a este mundo.
Sí. Lo tenés de rodilla, delante de ti. Y no es una pose para la selfie. Es su actitud divina más profunda. Esa es su naturaleza: salir de sí para amar.
Nosotros nos arrodillamos ante Él en adoración, alabanza y súplica.
Ese es un deber de todo ser humano que intuye que Dios es el misterio santo del que proviene, en el camina y hacia el que se dirigen los pasos de su vida.
Pero, en nuestro ponernos de rodillas ante el Dios revelado por Jesús – como haremos en breve en la consagración y ante las especies eucarísticas – hay algo más.
El Dios santo nos ha salido al encuentro. Él se ha hecho servidor de nosotros y, poniéndose de rodillas, nos ha lavado, ha aliviado nuestro cansancio, nos ha curado.
Lo celebramos hoy, y cada vez que nos reunimos para el banquete eucarístico. Entonces, el viene a nosotros como Palabra que se hace audible por nuestros oídos, y se hace Palabra-Pan para alimentarnos en cuerpo y alma.
Así, hincándose y poniéndose de rodillas – con esa humildad que lo desarma a Él y desarma nuestro orgullo – el Dios amor nos une a sí mismo y se une con nosotros en comunión de amor.
No necesitamos que ninguna ley externa nos mande rendirle culto de adoración. Al verlo así, desarmado, humilde y de rodillas, nosotros mismos caemos rendidos ante su amor, y lo adoramos con admiración y estupor.
Ese es el Dios que han barruntado los filósofos y cantado los poetas. El que constituye la nostalgia de ateos y agnósticos, muchas veces velada detrás de la crítica ácida o de una sobreactuada jactancia.
Ese es el Dios que, una vez más en esta Pascua, nos muestra su Rostro en el humilde servicio de Jesús que cada Eucaristía actualiza y que es la esencia del sacerdocio ministerial.
A ese Dios humilde adoramos, veneramos y alabamos.
Como María y José en el pesebre de Belén. Como los pastores. Como los reyes. Como Francisco de Asís.
* * *
“Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”, concluye el Señor (Jn 13,13-15).
Hacer lo mismo que Jesús hizo con los discípulos, aquella noche.
Y lo que ha hecho y hace con cada uno de nosotros.
Ese es el programa de vida de un cristiano, discípulo de Jesús Servidor.
En nuestro mundo, que parece vivir cómodo sin Dios, sin Jesús y sin su Evangelio, siempre tendrá espacio para que nos arrodillemos a lavar los pies de los cansados.
Siempre habrá lugar para un Dios desarmado que se arrodilla.
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