La Comisión Ejecutiva del Episcopado Argentino como algunos obispos – entre los que me cuento – hemos manifestado estar dispuestos a tomar parte en el debate sobre la eventual despenalización del aborto.
¿Aceptar que se habilite el debate de este tema, en el espacio público y en el parlamento, es, sin más, una claudicación de nuestra fe? ¿No queda comprometida la objetiva malicia moral del aborto claramente señalada por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia?
La Iglesia católica y sus obispos no manejamos la agenda de temas de debate público. Ni tenemos porqué hacerlo. No es nuestra misión ni debe ser nuestro rol de cara a la sociedad. Es cierto que, en ocasiones, la palabra eclesial puede poner de relieve un tema, y hacerlo con espíritu profético. Nunca la fe cristiana, la cultura y la sociedad van a coincidir totalmente. Siempre la fe tendrá oportunidad de ejercer una saludable oposición crítica, señalando verdades incómodas, incluso a destiempo y sin que se lo pidan.
Pero la sociedad tiene una autonomía real y legítima respecto de la Iglesia y esa espesura propia de la secularidad debe ser escrupulosamente respetada como tal. Forma parte de la cultura secular que asomen libremente intereses, inquietudes y desafíos que se instalan en la agenda ciudadana. Pueden expresar necesidades reales, sentidas por amplias mayorías o por sectores minoritarios. Pueden también representar intereses no del todo claros o ser manipulaciones de la opinión pública. Lo más seguro es que sean todo eso a la vez.
Para quienes profesamos la fe cristiana en el Dios creador, este dinamismo propio de la sociedad secular es también manifestación de la consistencia real de la creación. Es expresión de la racionalidad propia de un mundo que ha surgido de la Razón creadora de Dios y de la discreta acción del Espíritu que aletea en medio del caos.
Es cierto que, a renglón seguido, hay que anotar que autonomía respecto de la Iglesia no significa indiferencia ética. Nadie puede eludir la responsabilidad de sus propios actos libres y sus consecuencias. La libertad de cada uno coexiste con la de los demás; nuestros derechos son correlativos a nuestros deberes, y todos estamos llamados a contribuir al bien común. Esta dimensión ética que tiene el debate del aborto, como otros similares, es el espacio abierto para que la Iglesia católica, como las otras religiones, puedan ofrecer su particular punto de vista al respecto.
La sociedad argentina, aún con altibajos, ha ido aceptando las reglas de la democracia para regular la convivencia ciudadana y el debate público de temas de interés común. Salvo algunos grupos minoritarios (aunque en ocasiones muy ruidosos), esta opción por la cultura democrática parece ir ganando cada vez más espacio en las convicciones de los ciudadanos.
Es bueno constatarlo, pero también supone un compromiso muy decidido de hacer todo lo que podamos para que este proceso se vuelva irreversible en nuestro país. Pues tenemos que reconocer que, la sociedad argentina en general y, de manera especial, los católicos, no siempre hemos tenido entre nuestras convicciones más arraigadas el valor de la democracia republicana, la primacía del estado de derecho y el rol rector de la ley.
Una de esas reglas es que una sociedad que no deja espacio para un diálogo ciudadano amplio, libre y plural, es una sociedad que no puede decirse realmente democrática. La libertad de conciencia y la libertad de expresión, junto con la libertad religiosa, son pilares sobre los que se asienta la cultura democrática.
El espacio público es precisamente ese lugar de encuentro de todas las voces que componen la sociedad, en el que todos los que formamos parte de la polis podemos y debemos tomar parte en las discusiones ciudadanas. Es más, sin una fuerte cultura de la participación no es posible sostener una sociedad civil que le marque el paso a la política. Lo contrario es la pretensión de todos los totalitarismos que, con la excusa de que todo es política, someten a los ciudadanos a una asfixiante uniformidad de pensamiento, de discurso y de opciones.
Digamos lo mismo acerca de una esperable discusión federal del tema: a lo largo y ancho de nuestro país, en las capitales de provincia, pero también en los pueblos más pequeños. No podemos excluir a nadie.
El debate sobre el aborto toca los fundamentos mismos de nuestra convivencia ciudadana: la vida, su dignidad, su intangibilidad, su indisponibilidad y su correlación con la libertad.
Si una vez dijimos “Nunca más” a las violaciones sobre los derechos humanos, no podemos eludir ir a fondo en esta materia: el derecho a la vida. Las grandes opciones éticas de los pueblos necesitan ser elegidas, una y otra vez, por las personas. Ni son automáticas ni nunca están tomadas, de una vez para siempre. Siempre reclaman nuestra conciencia y libertad.
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