Creo en la vida eterna. Amén

 

Estamos concluyendo nuestras reflexiones sobre el Credo y tengo la impresión de que, para el final, quedó lo más difícil de explicar: la vida eterna.

Sin embargo, ¿es realmente difícil hablar de la vida? Mucho más para quienes creemos en Aquel que dijo: “He venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia…Yo les doy Vida eterna… Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 10,10.28; 11,25).

La pasión por la vida está arraigada en el corazón humano. Es su fuerza más secreta. Estamos diseñados para la vida. El incipiente debate sobre el aborto en la Argentina de hoy nos lleva, en última instancia, a ese umbral humano: la dignidad e intangibilidad de la vida humana, especialmente si frágil, inocente e indefensa.

Si abrimos la Biblia, un dato nos deja perplejos: mientras que, para el antiguo testamento, ver a Dios es morir, para Jesús, esa es la condición para la vida: “Padre… esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Para el hombre, vivir es ver a Dios. Es célebre la frase lapidaria de San Ireneo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios”.

Vivir es ver y contemplar el rostro de Dios, ahora en la fe, en la bienaventuranza, cara a cara. Se trata de una metáfora para indicar la comunión con Dios que involucra al hombre todo entero, cuerpo y alma, sentidos e inteligencia. La vida eterna es la amistad con Dios que plenifica y colma de alegría al hombre.

Con esta metáfora nos adentramos en el misterio. Lo que acontece cuando el hombre cruza el umbral de la muerte, dejando atrás el espacio y el tiempo, solo puede ser barruntado desde lejos. Por eso, echamos mano de imágenes. Una de ellas es la de la visión, pero también la Biblia emplea otras: habla de fiesta, de un banquete, de una liturgia de adoración y alabanza, de justicia para los pobres.

Tal vez la experiencia humana que más nos acerque a este misterio es el encuentro entre dos personas que se aman. Entonces, parece que el tiempo se detiene. Toda la vida se concentra ahí, en ese fragmento. La nostalgia que sobreviene después es un signo de la intensidad de lo vivido, y del anhelo de que ese instante fugaz no se pierda. Esa es realmente la esencia de la vida humana.

Un famoso filósofo cristiano del siglo V llamado Boecio, intentó definir la eternidad describiéndola como la posesión total, simultánea y completa de una vida interminable. No nos compliquemos. Dejemos tranquilos a los filósofos. El orante de la Biblia lo expresa con unas palabras que nos resultan más cercanas: “Yo, Señor, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia” (Salmo 16,15).

El rostro bendito de Dios colma la sed del creyente. Y ese rostro se nos ha manifestado en Jesucristo. Todo el Credo que hemos meditado es, de alguna manera, un despliegue de la belleza luminosa del Rostro de Jesucristo. Él es la vida. Él da la vida.

Jesucristo es la vida eterna que esperamos. El cielo es la comunión con Dios en Jesucristo. El purgatorio es el amor de Cristo que limpia purifica nuestra mirada para ese encuentro definitivo. El infierno es esa terrible posibilidad que tiene la libertad de elegir la soledad más absoluta: ningunos ojos que se crucen con los nuestros, ninguna mano que estrechar, ningún rostro que acariciar.

El Credo se cierra con un sonoro: “Amén”. El Dios amigo de la vida se ha involucrado con nuestra vida para rescatarnos de la soledad. Lo ha hecho en Jesucristo, concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de María, muerto y resucitado. A ese misterio de amor, cada domingo, los cristianos le decimos: “Amén, creo, Señor, pero aumenta nuestra fe”.