Unas líneas más sobre el perdón de los pecados.
La Cuaresma que acabamos de iniciar nos ofrece un buen contexto para volver sobre este tema. Estos cuarenta días son, en definitiva, un símbolo de nuestra vida: un camino donde nos fatigamos, incluso nos desorientamos, pero siempre retomamos la marcha hacia su meta. Y, de ese caminar, forma parte la experiencia del perdón.
¿Podríamos vivir sin el perdón? Ya el Padrenuestro ubica la súplica “perdónanos como perdonamos”, inmediatamente después de aquella: “danos hoy nuestro pan de cada día”. No. Sin pan y sin perdón no sobrevivimos. Uno y otro nos son imprescindibles para la vida. Ambos, a su manera, son alimento para vivir.
No podemos vivir sin perdonarnos. Y el perdón en todas sus formas: el siempre esquivo perdón a nosotros mismos, a nuestra fragilidad y malicia. El perdón que es también reconocer que otros, a quienes he ofendido, puedan tenderme la mano con desinterés. El perdón que se ruega con lágrimas, porque brota de un arrepentimiento genuino, aunque siempre difícil de calibrar en su real pureza. También el perdón ofrecido gratuitamente al otro, aún sin que lo pida o dé alguna señal de arrepentimiento. Dado así, sin más.
Ninguna ley puede exigir el perdón que se suplica, se ofrece o se recibe. No se pueden decretar ni perdones ni reconciliaciones. No tiene esa lógica. Como expresión del amor, el perdón es un gesto exquisitamente personal que solo puede surgir como un acto libre y gratuito. Pero tampoco nadie puede impedir, ni censurar a quien, por el perdón, le dice al otro: sos más grande que tus actos, no estás perdido definitivamente; para vos y para mí hay todavía una posibilidad y, con toda la imperfección de mi obrar, yo me arriesgo a recorrer ese camino. Ese dinamismo humanizador del perdón es un tesoro inestimable. Solo el ser humano puede vivirlo y, así, mostrar la verdadera estatura de la condición humana. Cuando se da, especialmente en las situaciones más oscuras, rompe el círculo vicioso de la violencia que mata cuerpos y almas, y abre la puerta a lo realmente nuevo.
Aquel “perdónanos, Padre, como nosotros perdonamos” busca que hagamos la experiencia humana de perdonarnos los que nos hemos ofendido, para que descubramos que los hombres saboreamos el pan del perdón porque Dios nos lo ha ofrecido en abundancia, gratuitamente y sin que hayamos hecho nada para conseguirlo. Es el amor primero de Dios que se ha manifestado en Jesucristo. Él es, como decíamos el domingo pasado, el Perdón de Dios en persona.
La historia de la humanidad está entretejida de perdones. ¿Quién podrá llevar su cuenta o desdeñar su importancia? Jesús protagonizó algunos de los más célebres. Se me ocurre evocar aquellas palabras que logró pronunciar en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). ¿Es necesario recordar su inocencia y lo injusto de su condena?
Sus discípulos no podemos desentendernos de esas palabras. No son nuestra propiedad, sino que ellas nos poseen y nos regeneran. Expresan el perdón que nace del corazón de Dios y, precisamente en esa hora dramática, ha redimido al mundo, esperando que cada ser humana las haga suyas por la fe y el sacramento.
Esta palabra del perdón nos ha sido confiada para entregarla con generosidad. La Iglesia es memoria viviente de ese perdón ofrecido con gratuidad a todos. Por eso, nos sentimos llamados a ofrecerla a la libertad de quien quiera recibirla en su propia vida. Esa palabra nos ha alcanza en el bautismo y siempre nos espera en el sacramento de la reconciliación.
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