«La Voz de San Justo», domingo 18 de febrero de 2018
¿Pecado? ¿En serio? ¿No es algo ya superado? ¿Por qué la Iglesia sigue con eso de la culpa? Somos adultos: ¡dejen de meternos miedo con esas cosas! Hay que liberarse de todo eso.
Son cosas que se leen, se escuchan o, ¿por qué no?, también se piensan. No hay que tener temor a ninguna pregunta. Dios nos hizo inquietos. Jesús mismo, en la cruz, rezó con el salmo 21: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. ¿A quién, sino a Dios, dirigir nuestras preguntas más lacerantes?
Cuando el Credo confiesa la fe en el perdón de los pecados habla del bautismo. Y lo hace en el contexto de la confesión de fe en el Espíritu Santo; y hablando además de la Iglesia, comunidad de pecadores perdonados, llamados a ser obreros de reconciliación.
Hablar de “pecado” es mirar la vida y los actos del hombre desde Dios y en referencia a Él. Es un concepto religioso. Hace foco en esa herida interior que curva al hombre sobre sí mismo y corroe sus vínculos vitales (Dios, los demás, la creación, él mismo), volviéndolo extraño, solitario, errante.
Uno de los vocablos bíblicos para hablar del pecado indica precisamente una flecha que no da en el blanco. Esa es la experiencia del pecado: haber errado acumulando decisiones que arruinan la propia vida y la de los otros. Claro, no todo error es pecado. Este se da cuando conscientemente elegimos un acto que nos separa de nuestro fin último que es Dios. Una tras otra, estas elecciones erradas van desfigurando la imagen de Dios que somos y empiezan a repercutir en todo nuestro entorno, incluso en la misma creación.
Cuando la fe cristiana confiesa: “Creo en el Espíritu Santo… y el perdón de los pecados” se posiciona vigorosamente frente al problema del mal. El perdón que Dios ofrece a los hombres es la persona misma de Jesús. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y trae la paz, como recitamos en cada Misa. Ese perdón entra en la historia de cada ser humano por el Espíritu. No por un acto mágico ni morboso de exculpación. Lo anuncia la palabra, lo recibe la fe y lo expresa visiblemente el sacramento.
Jesús es Dios hecho hombre, que inaugura una nueva posibilidad de ser persona. Su resurrección expresa que una nueva humanidad surge, por el poder vivificante de Dios, de entre las ruinas de la muerte. Si el pecado aísla y pierde la vida, Cristo sana nuestra libertad y nos ayuda a rehacer nuestros vínculos. Esa experiencia de humanidad renovada y reconciliada es la que hace posible el Espíritu que nos es dado en el bautismo y que, con paciencia de orfebre, nos va configurando con Cristo, el hombre nuevo.
Ser bautizado en el agua y en el Espíritu significa dejarse alcanzar y redimir por la gracia de Dios que ha puesto un límite al mal. Toda la vida de Jesús, tal como la narran los evangelios, es un ponerse del lado de los más débiles, de los que siempre pierden, de los que tiene sus vidas heridas. Lo será, sobre todo, su pasión: entregará la vida “para el perdón de los pecados”. Es amor que expía el pecado, porque lleva el amor de Dios al corazón del drama humano.
Es posible que los predicadores de la Iglesia, en demasiadas ocasiones, hayamos arruinado con nuestras torpezas el anuncio de Jesús. Pero basta asomarse, por ejemplo, a una serie de Netflix para ver hasta qué punto las heridas del corazón humano siguen buscando, a veces hasta la desesperación, lo que confiesa la fe: “creo en el perdón, tengo esperanza, tengo futuro. Amén”.
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