A 5 años de un acto de libertad

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El artículo que sigue es otra de las reflexiones que escribí en razón de la renuncia del Papa Benedicto XVI. Lo publicó MDZ on line. Creo que sigue siendo aprovechable. 

Una decisión de conciencia

Comparto con los lectores de MDZ algunas reflexiones personales sobre la figura del Papa Benedicto XVI y su renuncia al papado.

Ante todo, aclaro mi punto de vista. Escribo desde la fe católica y desde la estima por Benedicto XVI, su pensamiento, su mirada sobre la Iglesia, el mundo contemporáneo y los grandes desafíos que hoy enfrentamos.

Este punto merece una breve digresión.

Lo que la tradición judeocristiana llama “fe” no es primariamente una cuestión intelectual, como podría ser, por ejemplo, la respuesta a la pregunta por la existencia de Dios. Con esta brevísima palabra (“fe”) se indica un modo de estar parado en la vida y de mirar la totalidad de la realidad. Es algo vital y existencial. Desde ahí se proyecta también sobre el pensamiento y la doctrina.

La fe es un acto personalísimo que compromete lo más íntimo del ser humano: la conciencia y la libertad. Pero, a la vez e indisolublemente, un “nosotros” que genera lazos, pertenencia, vínculos y relaciones. Creer y pertenecer a la comunidad de los creen son dos caras de la misma moneda. La Iglesia es precisamente eso: “congregatio fidelium” (la reunión de todos los que creen).

Desde esta posición hablo sobre el Papa y su renuncia: reflexiono sobre una figura que forma parte de mi propia identidad personal como creyente, miembro de la Iglesia y obispo.

Pero también -decía- desde la estima personal por el hombre Joseph Ratzinger/Benedicto XVI. He leído y leo con avidez sus escritos, y lo hago con sintonía interior. Me reconozco a mí mismo en buena parte de sus ideas y su modo de pensar la fe. Me ha ayudado a madurar mi forma de leer teológicamente la realidad.

Esto añade condimento a la interpretación que intento hacer de su gesto de renuncia. No es lo mismo escribir desde la sintonía interior que desde la animadversión o incluso el rechazo y el odio. El lector sabrá ponderar en qué medida este elemento pesa en mis reflexiones.

Hechas estas aclaraciones, paso a centrarme en el punto que he elegido para mi reflexión. Voy a hablar de la decisión del Papa como decisión de conciencia.

En el breve texto en latín que leyó ante los cardenales la mañana del 11 de febrero pasado, tres veces hace referencia a la conciencia. El párrafo central dice así: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.

En los párrafos siguientes añade expresiones que refuerzan esta idea central: “Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”. Y, más adelante: “Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma…”

¿Qué peso darle a estas palabras que juzgo no solo veraces, sinceras y honestas, sino también un testimonio de humanidad válido más allá del mundo católico?

Para responder a esta pregunta, traigo a colación un hecho significativo que me ha venido a la memoria al meditar sobre el gesto y palabras del Papa.

El 7 de noviembre de 1992, el entonces cardenal Ratzinger era incorporado como miembro extranjero asociado a la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia. Sucedía a Andrej Sajarov y, según la costumbre de la prestigiosa institución, el nuevo integrante debía evocar con un discurso la figura de su ilustre antecesor. La alocución de Ratzinger es bien conocida. Lleva como título: “La libertad, la justicia y el bien. Principios morales de las sociedades democráticas”.

Sajarov fue un prestigioso físico nuclear ruso, cuyas objeciones al uso militar de los descubrimientos científicos le valió el exilio en su propia patria. En 1955 había expresado su deseo de que ninguna bomba atómica de la URSS llegara a estallar sobre ciudad alguna del mundo. Recibió inmediatamente la corrección de su superior militar: los científicos deben ocuparse de perfeccionar las armas; el uso que se haga de ellas escapaba a sus competencias.

La respuesta de Sajarov fue memorable: “Ningún hombre puede rechazar su parte de responsabilidad en aquellos asuntos de los que depende la existencia de la humanidad”.

Aquí se detiene la reflexión del cardenal Ratzinger. Para el oficial ruso solo hay competencias técnicas. No hay lugar para la dimensión moral de la existencia, para la pregunta por el bien y lo que es realmente justo, más allá de todo cálculo de intereses, individuales que grupales. Sajarov, en cambio, con su actitud ponía de manifiesta la insuficiencia de este modo de mirar las cosas. Para él, la conciencia tiene que jugar un rol muy concreto en la vida pública de los pueblos. En ella se decide la suerte misma de la humanidad.

Comenta Ratzinger: “Negar el principio moral, impugnar ese órgano de conocimiento -previo a cualquier especialización- que llamamos «conciencia» significa negar al hombre”. Y concluye: “obedecer a la conciencia aun al precio del sufrimiento, continúa siendo un mensaje que no ha perdido la menor actualidad, aunque haya dejado de existir el contexto político en el que la adquirió”.

¿Qué es lo que ocurre en la conciencia, en razón de lo cual un individuo es capaz de enfrentar las situaciones más penosas y adversas, incluso la muerte violenta?

En la conciencia tiene lugar el encuentro del hombre con la verdad. Obviamente, esto nada tiene que ver con el subjetivismo individualista que concibe la conciencia como el lugar donde el sujeto se cierra obstinada y caprichosamente sobre sí mismo. La conciencia es norma de los actos en cuanto que en ella se transparenta la verdad de lo que es justo y bueno. Para el creyente, ella es la voz de Dios, que no se puede sino obedecer para ser verdaderamente libres. No, lugar de clausura sobre sí, sino de apertura interior, en varias ocasiones, fatigosa y sufrida.

Evocando la figura de Tomás Moro, Ratzinger señala que un “hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, bienestar, éxito, reputación y aprobación pública renunciando a la verdad”.

Aquí se toca -y se comprende- uno de los puntos de fricción más fuertes entre el pensamiento católico y el moderno. Ratzinger lo ha encarnado en primera persona. Aquí esta -creo yo- uno de los servicios de más largo alcance que su pensamiento aporta a la compleja situación del mundo contemporáneo.

Ratzinger ha sido un infatigable defensor de la razón humana, y de su capacidad para abrirse a toda la realidad. En su memorable discurso de Ratisbona, él invitaba al fascinante mundo de la universidad del que él mismo había surgido a “abrirse a toda la amplitud de la razón”. Solo en este ejercicio nunca acabado de dejarse afectar por la realidad sin recortes, los hombres, las culturas y los pueblos pueden progresar en un diálogo verdadero.

En el discurso ante la Academia francesa, Ratzinger señala también que aquí está uno de los aportes que la Iglesia debe ofrecer a la moderna sociedad plural. Lo hace con estas palabras que cito por extenso: “Está en conformidad con la esencia de la Iglesia mantenerla separada del Estado y evitar que éste imponga la fe, que debe descansar en convicciones libres… No es propio de la Iglesia ser Estado o una parte del Estado, sino una comunidad de convicciones. Pero también es propio de ella reconocer que tiene responsabilidad en todo y no puede limitarse a sí misma. En uso de su libertad debe participar en la libertad de todos para que las fuerzas morales de la historia continúen siendo fuerzas morales del presente y para que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común”.

En su decisión de renunciar al oficio papal, Ratzinger ha sido un hombre libre, con la libertad de quien busca fatigosamente la verdad, la escucha y a ella se pliega con simplicidad. En este caso la verdad que brota de considerar la situación de un hombre que se reconoce anciano, limitado en vigor físico y espiritual. Se ha mostrado como un hombre de convicciones libres. No hay nada de heroico en todo esto, solo y simplemente humanidad.

Claro está, nada de esto es inteligible sin tocar el núcleo de la experiencia espiritual de la fe, sin señalar a Cristo como la verdad ante la que un creyente dobla la rodilla. Es lo que ha hecho el Papa Ratzinger.