Los rostros de la Iglesia

13347-el-pueblo-de-campo-santo-celebro-su-fiesta-patronal-con-el-milagrito«La Voz de San Justo», domingo 4 de febrero de 2018

Sigamos hablando de la Iglesia, pero antes despejemos un malentendido.

El Papa es el párroco del mundo. Los obispos, sus delegados que le ayudan junto con los curas, las monjas y los “laicos comprometidos”. De tanto en tanto, este gran Párroco se sube a un avión y visita, en persona, alguno de los territorios más alejados de su inmensa parroquia.

Algunos piensan así. Es un gran error. Una distorsión de la realidad de la Iglesia. Digamos algunas palabras al respecto.

Aunque sin sacar todas las consecuencias que de aquí se derivan, el Concilio Vaticano II hizo un gran redescubrimiento. Así lo expresa el primer documento aprobado por el Concilio: “…la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros.” (Constitución sobre la Liturgia 41).

No quiero aburrir a nadie con intríngulis teológicos, solo destacar este aspecto: allí donde esto ocurre (un obispo, un altar, un pueblo reunido para celebrar), allí está toda la Iglesia de Cristo. Allí, y así, la Iglesia es católica: la totalidad de lo que Dios ha querido dar al mundo se entrega y se hace visible en la humildad de la comunidad reunida, aunque ésta sea pequeña.

El Concilio redescubrió que la Iglesia de Cristo existe en un lugar concreto. Redescubrió el rostro de la Iglesia local. O, mejor: los múltiples rostros de la única Iglesia de Cristo. Allí está toda la Iglesia, aunque cada Iglesia local no es toda la Iglesia. Desde la Eucaristía, cada Iglesia ha de reconocerse en comunión con todas las Iglesias locales, presididas por el obispo de Roma.

Ni el Papa es un gran párroco, ni los obispos somos delegados suyos que repetimos como pericos sus consignas. Tampoco la Iglesia es una gran parroquia. Cada obispo es vicario de Cristo para la Iglesia que preside y tiene la misión de reunir al pueblo de Dios por la Palabra, los sacramentos y el don del Espíritu.

La Iglesia existe siempre en un lugar concreto, inserta en un espacio geográfico y cultural determinado. Y es allí, y desde allí, que ha de ponerse a la escucha de su Señor para cumplir la misión para la que es llamada y enviada: anunciar el Evangelio, especialmente a los pobres.

Profesamos la misma fe, pero cada Iglesia local tiene un rostro único que, en comunión con las demás Iglesias, conforman el rostro católico de la Iglesia de Cristo. Es la misma Iglesia, pero vive la fe con los acentos, los modos, las características de su cultura. No es lo mismo ser Iglesia en la pampa gringa o en la Patagonia, en la gran ciudad o en medio de la cordillera andina. La Iglesia asume así los diversos rostros, lenguajes y culturas de los discípulos de Cristo.

Por eso, cada Iglesia particular (una diócesis, por ejemplo), enclavada en un lugar concreto, ha de preguntarse cómo ser fiel a la misión recibida para la gente de ese lugar y en ese tiempo, con sus desafíos concretos, sean espirituales, éticos, sociales, económicos o políticos.

Ni el Papa, ni el obispo, ni el párroco somos los dueños de la Iglesia. El Señor de la Iglesia es Cristo. El “clericalismo” es un gran mal, como viene señalando con insistencia el Papa Francisco, pues reduce la Iglesia a la estatura de los curas. No. La Iglesia nace del bautismo y la eucaristía, y hace de cada bautizado un sujeto responsable de la vida eclesial, del anuncio y testimonio del Evangelio. Cada uno con una vocación propia y múltiples carismas para el bien de todos.

¿Podremos vivir esta vocación eclesial con gozo y convicción o seguiremos durmiendo la siesta?