Creo en la Iglesia

«La Voz de San Justo», domingo 21 de enero de 2018

“Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica…”, así comienza la última parte del Credo. Ya reflexionamos sobre el Espíritu, ahora sobre la Iglesia. Pero ¿se puede seguir todavía creyendo en la Iglesia? ¿Cómo se puede calificar de “santa” a una institución que carga con el peso de tantas miserias?

Lo acabamos de ver en la visita del Papa Francisco a Chile. La Iglesia católica tiene hoy un bajo nivel de confianza en ese país. Y esto, por diversas razones: desde profundos cambios culturales (más espíritu crítico y distancia de las instituciones) hasta el drama de los abusos sexuales del clero. Argentina, aún con diferencias, vive procesos parecidos.

La conclusión, a la que muchos arriban, parece clara: Dios sí, Iglesia no. Hoy muchos creen en Dios sin sentir la necesidad de pertenecer a la Iglesia. Creer sin pertenecer.

Una primera aclaración puede ayudar: los cristianos no creemos en la Iglesia de la misma manera en que creemos en Dios. En realidad, el acto de fe solo se puede realizar de cara a Dios. Solo Él, Verdad que no miente, es digno de fe. Solo a Él podemos decirle “amén” con todo nuestro ser.

Como ya tuvimos ocasión de decir al inicio de nuestras meditaciones sobre el Credo: la fe cristiana es mucho más que aceptar la existencia de Dios. Es reconocer que Él nos ha dirigido su Palabra, pues ha querido comunicarse con nosotros. Dios se ha hecho oír, convocando a un pueblo y confiándole la misión de ser signo visible de su amor por toda la humanidad. La palabra “Iglesia” quiere decir precisamente eso: convocación, llamada y reunión de hombres y mujeres para escuchar la Palabra de Dios, recibir su Espíritu y caminar en su presencia.

Creemos en Dios que ha creado la Iglesia como la reunión de todos los que creen. Esa es también una de las definiciones más bellas de la Iglesia: “congregatio fidelium” (la reunión de todos los que escuchan, acogen y creen en la Palabra). Así, la Iglesia entra en el campo de la fe como obra de Dios para nosotros.

Donde Dios hace oír su Palabra, allí el Espíritu reúne una comunidad unida por la fe. Para los cristianos esto acontece en torno a la persona de Jesús. Él es la Palabra que escuchamos cuando leemos las Escrituras. Es su Espíritu el que nos une en comunión fraterna, rescatándonos de la soledad y el aislamiento.

Todo lo que en la comunidad cristiana es visible (palabras y gestos, culto y normas, personas e instituciones, carismas y ministerios) está al servicio de la invisible: el Espíritu que santifica a la familia de Cristo. El rostro humano de la Iglesia, con todos sus límites, está llamado a ser expresión de la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo.

Nuestros hermanos protestantes usan una fórmula que los católicos hemos adoptado desde el Concilio Vaticano II. En realidad, proviene de los primeros escritores cristianos: “la Iglesia está siempre en reforma”. ¿Por qué? Porque sus miembros somos imperfectos y el Evangelio siempre nos queda grande. Parafraseando al Papa Francisco: somos un pueblo de pecadores amados y perdonados.

Siempre ha sido una tentación creer que la Iglesia solo se forma con la gente pura, perfecta y santa. No. La Iglesia abraza a todos: santos y pecadores. Es santa en su cabeza, Cristo resucitado, y en sus miembros más insignes: María y los santos. Es santa porque a través de su humanidad el Espíritu sigue actuando en el mundo, ofreciéndonos la luz de la Palabra y la fuerza de los sacramentos. Pero esa santidad que viene de Dios es para que la vivamos hombres y mujeres imperfectos.

El artículo del Credo que estamos comentando podría formularse entonces así: “Creo en el Espíritu Santo que anima, inspira y constantemente provoca a la Iglesia a ser fiel al Evangelio, a imitar a Cristo pobre, manso y humilde”.