Acción de gracias por el año pastoral 2017

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Homilía en la Eucaristía del 28 de diciembre de 2017

Dar gracias: contar y cantar

Nos hemos reunido, como cada fin de año, para dar gracias por el camino pastoral de nuestra Iglesia diocesana a lo largo de este 2017.

Las Escrituras nos enseñan cómo hacerlo: contar lo que Dios ha obrado a favor nuestro; relatar su paso por nuestras vidas, cómo Él ha sabido salir al encuentro de nuestra concreta humanidad, entremezclándose con ella y tocándola en sus fibras más hondas.

Contar, sí; pero no en un monólogo autorreferencial, siempre agotador, sobre todo para el que está obligado a escuchar las “hazañas” de otro.

Se trata de “confesar” la misericordia de Dios exponiendo realmente, a corazón abierto, la propia vida con sus luchas y victorias; también con sus zonas grisáceas.

El ejemplo insuperable de esto es San Agustín.

Exponerse de esa manera supone un riesgo, pero también dar un paso decidido para construir confianza, fraternidad, encuentro.

La fe compartida es el clima en el que resulta posible esta confessio laudis que canta la misericordia de Dios experimentada en la biografía espiritual de cada uno, inseparable del camino común que hacemos como Iglesia.

El evangelio que acabamos de escuchar – la huida a Egipto de la familia de Jesús, María y José – nos puede ayudar en esta lectura creyente de nuestro camino eclesial.

Cuatro puntos.

José, Herodes y Arquelao

El contrapunto entre el “varón justo” y esta familia de poderosos es muy claro.

José busca la voluntad de Dios. Está adiestrado en la escucha que se resuelve en obediencia al plan de Dios.

Vacila, no ve con claridad, seguramente experimenta angustia y ansiedad.

Sin embargo, hay en el fondo de su corazón una disposición interior, estable y firme, para abrirse a lo que Dios quiera y, así, dejarse llevar.

Su vida será fecunda, con una fecundidad que nos alcanza a nosotros. A José lo invocamos como “patriarca de la Iglesia”.

Por el contrario, Herodes y su hijo, Arquelao, expresan la soberbia que solo se busca a sí misma y, por eso, solo esparcirá tristeza y muerte.

Egipto y Nazaret

En estos dos lugares hay una mezcla de extrañeza y familiaridad.

Son lugares extraños para José y María y, por ende, para su hijo, Jesús.

Su “lugar” es Judea, pero las circunstancias los llevan lejos.

Sin embargo, en esos lugares los espera precisamente el designio salvador de Dios.

Son lugares cargados de historia sagrada, de experiencia de fe y de libertad. Por eso, terminan siendo tan familiares. A ellos y para nosotros.

Egipto: allí nació el camino de libertad del pueblo de Israel que, ahora, misteriosamente el mismo Jesús parece recorrer.

Nazaret: allí será el punto de partida de la misión salvadora de Jesús.

La historia y Dios

Los relatos de la infancia de Jesús están cargados de fe y de teología. Nos ofrecen los acontecimientos leídos por la fe de una Iglesia que busca ser fiel al proyecto de Dios.

Mateo, más que Lucas, destaca en la trama de sus relatos los hilos de las viejas profecías mesiánicas para mostrar que, incluso en todo su dramatismo, la historia jamás se escabulle del poder y la sabiduría de Dios.

Él es el Señor de la historia y la conduce, especialmente en sus horas más oscuras, hacia la luz de la salvación.

Entramos así en una de las dimensiones más misteriosas de la lectura creyente de la vida.

No nos es dado saber de antemano, pero tampoco mientras vivimos, si y en qué medida los acontecimientos de nuestra vida forman parte de la historia de la salvación que Dios va entretejiendo con la libertad de los hombres.

¿Qué nos toca a nosotros? ¿Cómo vivir esta relativa pero real incertidumbre de estar en el tiempo?

Tenemos que volver a la recia figura evangélica de San José, despojándola de todo sentimentalismo.

José es un hombre del Espíritu: vive el hoy que le toca poniéndose realmente a la intemperie – como Elías que sale de la cueva – y queda así, abierto al soplo del Espíritu.

José no se fuga hacia delante, esperando tiempos mejores, ni deja lugar a la nostalgia por el pasado.

Su libertad ha ido madurando una opción muy personal, gratuita y precisa: vive a pleno el presente. Él mismo, incluso haciéndose violencia y navegando contracorriente de sus sentimientos espontáneos, busca estar presente en el hoy de su vida.

Y, allí, encuentra que el Espíritu de Dios se le ofrece como luz, consuelo y fuerza para luchar.

Y José aprende a orar. ¿Qué significa si no que en sueños oye la voz de Dios? Como dice el Catecismo de la Iglesia: “Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino” (Catecismo 2660).

Ninguno de nosotros sabe bien qué le espera en el camino. Lo que sí podemos saber, con una certeza inconmovible, es que no nos faltará esa levadura. Que Dios no nos dejará huérfanos y que su Espíritu nos asistirá para vivir evangélicamente todo lo que la vida nos depare.

Claro: eso supone decidirse a vivir en libertad. Solo a quien vive así se le ofrece el incomparable consuelo del Espíritu.

Jesús, Moisés y el Pueblo

No quisiera dejar de mencionar un último aspecto, aunque más no sea una insinuación.

Al leer los relatos de la infancia que nos transmite Mateo no podemos dejar de percibir que la figura de Jesús – ya lo dijimos – es presentada con el trasfondo del camino del pueblo de Israel y de su conductor por el desierto, Moisés. Es una sola cosa con ellos.

En Jesús reviven la historia sagrada del pueblo y la experiencia espiritual de Moisés. En él alcanzan su pleno sentido y se abren a la novedad del Evangelio.

Simplemente concluyo lo siguiente: para cada uno de nosotros, pastores, consagrados y laicos, nuestra experiencia de fe es inseparable del camino de nuestra Iglesia diocesana.

Hermanos y hermanas: ¡formamos una trama, un tejido que Dios está elaborando con maestría en el telar del Espíritu!

El Año Vocacional ha desembocado en este Año Mariano Diocesano: la experiencia de descubrirnos llamados a ser “cómplices” de Dios en su designio salvador nos lleva de la mano hacia María.

La querida imagen de la “Virgencita” lleva plasmada en su figura el paso de estos trescientos años de vida, de súplica, de oración, de peregrinos y devotos.

Así, María camina delante de nosotros, nos atrae y nos arrastra tras las huellas de Jesús.

Dejémonos llevar.

Amén.