Vivir como resucitados

«La Voz de San Justo», domingo 19 de noviembre de 2017 – I Jornada Mundial de los Pobres

“¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva…” (Rom 6,3-4).

Cada año, en el momento culminante de la Vigilia Pascual, los cristianos escuchamos este solemne párrafo de San Pablo a los romanos.

El mensaje es claro: para el bautizado, el bautismo es el inicio de una vida nueva. Su existencia quedará para siempre marcada por la pascua de Jesús. Hemos muerto con Él y con Él tenemos una vida nueva.

Si Cristo resucitó, lo hizo por nosotros. La resurrección no es un milagro que le aprovecha solo a él. Como decíamos el domingo pasado, también con Pablo: si Cristo resucitó es porque la victoria sobre la muerte es la esperanza más honda de toda la humanidad. Dios quiere la vida, no la muerte. Al resucitar a Jesús, Dios nos ha dicho que esa esperanza no quedará defrauda.

Para un cristiano, creer en Dios es creer en el Padre que resucitó a Jesús y que nos resucitará a nosotros con él. Sobre esa confianza se asienta toda nuestra vida.

En la raíz de la vida cristiana no está el esfuerzo del hombre por alcanzar a Dios o alguna forma de perfección ética. El origen de todo es un don absolutamente gratuito. Ya lo decíamos comentando el artículo de la creación: en su cuerpo, el hombre comienza a percibir que ha recibido la vida como regalo. Él mismo se percibe como don. Y así, en el don sincero de sí mismo, ha de vivir. Ahora añadimos: Cristo resucitado es el verdadero hombre nuevo. Con su resurrección comienza una nueva posibilidad para la humanidad.

Es también Pablo el que habla de una nueva creación: “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente” (2 Co 5,17).

Vida nueva. Hombre nuevo. Nueva creación. Todo muy bonito. Pero, en concreto ¿de qué se trata? De todas las páginas del evangelio que podríamos evocar para responder, este domingo, “Jornada Mundial de los Pobres”, elijo la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37). De eso se trata: de hacerse prójimo, cercano y hermano de aquel que está caído. De interrumpir el propio camino para acercarse y animarse curar las heridas del otro.

Vuelvo a decirlo: antes que obra nuestra, esta existencia nueva definida por el amor desinteresado es la obra de Dios en nosotros. Más precisamente, del Espíritu Santo. Es el Espíritu de Cristo el que, ya ahora, en esta existencia frágil y mortal, comienza a sembrar la vida nueva de la resurrección. Él nos transfigura a imagen de Jesús para que tengamos sus mismos sentimientos, actitudes y gestos. Él nos enseña, en cada momento de nuestra vida, a vivir como resucitados.

Es el Espíritu el que hace posible en nosotros lo verdaderamente nuevo y definitivo: un corazón que ama, un rostro que mira y una mano que se tiende para aferrar la mano del que está en apuros.

El Credo nos lleva de la mano al encuentro con el Espíritu Santo. En breve tendremos que hablar del Soplo de Dios que infunde el amor de Cristo en nuestros corazones.