«La Voz de San Justo», domingo 12 de noviembre de 2917
“Lloraremos siempre a nuestros amigos. Fue el amor lo que nos trajo aquí y fue el amor lo que nos seguirá uniendo. Ese fue y será nuestro camino. Ese maravilloso círculo de amor y amistad que cultivamos durante décadas fue lacerado. Tendremos que vivir con ese dolor a cuestas”.
Conocemos lo que está detrás de estas palabras: cinco amigos muertos en un atentado terrorista en Nueva York que se cobró la vida de tres víctimas más. Son las sentidas palabras de los que sobrevivieron.
En medio del absurdo y de la irracionalidad del odio, el corazón herido busca palabras porque busca algo de luz. ¡Sólo el hombre reacciona así! Son palabras que buscan la Palabra.
Al meditar sobre la fe cristiana en la resurrección de Cristo, no he podido dejar de pensar en estas palabras. Como a muchos, al escucharlas me han emocionado. La emoción pasa, pero queda la inquietud: “Ese maravilloso círculo de amor y amistad que cultivamos durante décadas fue lacerado. Tendremos que vivir con ese dolor a cuestas”. Solo podemos imaginar, desde fuera y con infinito respeto, lo que eso significa para estas personas, cuyas vidas han cambiado para siempre.
El pasado 2 de noviembre, memoria de los fieles difuntos, sugerí en Twitter leer completo el capítulo quince de la primera carta de San Pablo a los corintios. Lo había hecho yo mismo esa mañana. Necesitaba volver a escuchar el anuncio cristiano: si los muertos no van a resucitar, Cristo mismo no ha resucitado. Y si Él no ha resurgido de entre los muertos, nuestra fe es vana y somos los más infelices de los hombres.
Ese es el corazón del anuncio cristiano: Dios se ha hecho cargo de todos los amores rotos, de todas las amistades laceradas, de las innumerables lágrimas vertidas por los hombres. Ha cargado con el dolor de todos los amigos que lloran a sus amigos. Y, resucitando a Jesús de entre los muertos, ha abierto un horizonte de esperanza para quienes aceptan este anuncio.
De ahí que podríamos definir a un cristiano como uno que vive de esa esperanza que lo centra en Dios y lo instala en la vida con una pasión renovada, especialmente para vivir las horas oscuras y las más grises del caminar de cada día.
El cristiano es alguien que ha escuchado el anuncio de la resurrección, lo ha acogido en su propia vida y, haciendo así, toda su existencia ha quedado iluminada.
Ha llegado a esa certeza, no porque haya visto la tumba vacía. Esta es apenas un signo que lo interpela: ¿crees que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos? Sí, lo creo y a esa palabra me confío. Entonces, su vida y todas sus experiencias más profundas quedan abiertas a la luz de la Palabra.
En primer lugar, sus amores y sus luchas. Nada de eso cae en el vacío ni desemboca en la nada. Pero también sus heridas y sus amores lacerados.
“Fue el amor lo que nos trajo aquí y fue el amor lo que nos seguirá uniendo”, decían con dolor y con verdad los amigos que lloraban a sus amigos muertos. Ahí, en esa experiencia en la que se mezclan amistad y sufrimiento, herida y consuelo, está el territorio en el que trabaja el Espíritu de Dios para que el hombre escuche el anuncio de la resurrección, crea en él y, sobre él, funde toda su vida.
Un discípulo de Jesús debería comprender de corazón a quien, escuchando el anuncio cristiano de la resurrección sacude su cabeza pensando que se trata de una ilusión. Y debería comprenderlo porque él mismo ha sentido esa duda. Y si, amenazado por ella, hoy puede pronunciar el amén de la fe, es por gracia.
Es la gracia de un encuentro que le ha cambiado la vida, en la que él no ha tenido la iniciativa, sino que ha sido encontrado y transformado por el amor siempre más fuerte de Dios.
Aquí, la reflexión se vuelve oración. La que sólo pronuncia un Nombre: Jesús…