«La Voz de San Justo», domingo 5 de noviembre de 2017
El peregrino que llega a Jerusalén tiene una meta ineludible: la basílica del Santo Sepulcro. Construida por los cruzados, alberga aquella sepultura de la que se dice: “En el lugar donde lo crucificaron había una huerta, y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado… pusieron allí a Jesús” (Jn 19,41-42).
La tumba está vacía. ¿Qué significa esa ausencia? Si pudiéramos darle un consejo a nuestro peregrino, sería este: ir de madrugada, Biblia en mano, sentarse sin ansiedad en algún rincón y dejarse llevar por los relatos evangélicos. Leer el texto y escuchar la Voz que habla. Ver a los otros peregrinos y unirse a sus rezos en lenguas misteriosas. Dejarse envolver por los ritos litúrgicos que, de la visibilidad de los signos nos conducen al misterio inefable del Dios hecho hombre. Escuchar, ver y tocar. No se puede estar en Jerusalén sin que los sentidos del cuerpo sean convocados para esa aventura de la fe.
¿Qué puede escuchar el peregrino que, casi sin darse cuenta, se ha convertido en un contemplativo? Tal vez, lo que nos cuenta San Marcos que escucharon las mujeres que fueron de madrugada a honrar a un muerto: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como él se lo había dicho” (Mc 16,6-7). Y concluye: “Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo” (Mc 16,8).
El domingo pasado explicaba el significado del verbo “resucitar”: despertarse del sueño y, de un salto, ponerse de pie. Se trata de una metáfora que explora una situación límite: Dios hace surgir la vida cuando la muerte había cerrado toda posibilidad.
El viernes santo parecía que todo había terminado. Jesús había sido eliminado como un maldito. Dios lo había abandonado. Sus desilusionados discípulos retomaban su vida de antes. Sin embargo, esa mañana, ante el sepulcro vacío, las mujeres comienzan a descubrir una realidad inaudita: allí ha comenzado a crecer, para Jesús y para todo el mundo, una vida nueva, la verdadera y definitiva vida que el Creador había soñado para su criatura. Dios, su Padre, lo resucitó con el soplo vital de su Espíritu y, ahora, se los revela para que lo anuncien a todos.
Jesús, entonces, tenía razón cuando habló de Dios, llamándolo “Padre. Recordemos que el motivo de su muerte fue religioso no político. Fue condenado por hablar de Dios como lo hizo. Dios no es como predican los escribas y fariseos: severo, que distribuye castigos y premios, lejano y que parece odiar a los pecadores. No. Es cercano a los pobres, acaricia a los niños y da su lugar a las mujeres, se conmueve ante el dolor y el sufrimiento del hombre y, por encima de todo, perdona al pecador. Es como un pastor que sale a buscar a la oveja perdida y hacer fiesta al encontrarla.
Es comprensible, entonces, el miedo de las mujeres y que corran espantadas. Más que un milagro, la tumba vacía interpela a tomarse en serio a Jesús y su mensaje.
Si todo eso es cierto, aceptar el testimonio de quienes lo anuncian resucitado, implica que no se puede seguir viviendo de la misma manera. El peregrino (y cada hombre lo es, aunque jamás pise Jerusalén) es un buscador. Como aquellas mujeres. Tiene el corazón colmado de preguntas. Pero las respuestas que el Evangelio le ofrece lo descolocan aún más. Esa tumba vacía atrae y atemoriza. Si lo que insinúa es verdad, cambia todo y obliga a decisiones que nos llevan lejos. De ahí esa ansia por correr. Solo que el Resucitado corre más rápido y, como a Pablo, nos alcanza y nos deslumbra con su luz. Y así, todo cambia. Hay que empezar a vivir como Jesús vivió.